La corrección política y la invasión de palabras inglesas amenazan la salud del castellano. La publicidad, la moda y el deporte son algunos arietes de esta ofensiva peligrosa. Así vamos destrozando la lengua española, el tesoro más importante que tenemos como país
Es muy probable que cuando acabe el día alguien de tu entorno, sea familiar, amigo o compañero de trabajo, te haya manifestado su sincero deseo de empatizar contigo. Lo de congeniar ya pasó a la historia. El verbo empatizar es una palabra de moda como lo son también el adjetivo complicado y la locución verbal poner en valor. No cabe duda de que la palabra empatizar es tan horrenda como el sustantivo abstracto competitividad y el verbo externalizar. Son palabras que habría que borrar de cualquier diccionario hispánico. Ahorcarlas.
Nuestra lengua común se va contaminando así de vocablos que tienen casi siempre su origen en el idioma de los bárbaros, esto es, en el inglés. Del mundo anglosajón hemos importado la comida basura, al payaso diabólico de Donald Trump y cientos de palabras innecesarias puesto que ya existen otras en castellano para nombrar las mismas realidades. Sin embargo, la pereza mental o el esnobismo hacen que prefiramos decir “no me hagas spoiler” antes que “no me revientes el final de la película”.
Tontos los ha habido y hay en todas las partes, como esos autodenominados creativos que son incapaces de concebir un mensaje publicitario sin una palabra inglesa, a ser posible acabada en –ing. En el mundo de la moda esta práctica ha llegado a extremos absurdos. Cuando vas de shopping por la calle Colón de València, ya no compras ropa de media temporada sino de mid season. Pero, además, los ejecutivos hacen un coffee break en lugar de un descanso para tomar un café. El Viernes Negro es el aciago Black Friday. Los delanteros han dejado de anotar tripletes para hacer hat-trick. Y Valencia se llena de miles de runners cuando se celebra la media maratón, y no de corredores. Sólo nos falta que los obreros de la construcción sustituyan el carajillo mañanero por el lunch. Entonces todo estará, irremediablemente, perdido.
Así nos estamos cargando nuestro patrimonio lingüístico. Si un país de medio pelo como España puede presumir de potencia es sólo por su idioma, hablado por casi quinientos millones de habitantes, su cultura y su arte. Ni los sucesivos gobiernos ni los ciudadanos nos hemos dado cuenta de que nuestra fortaleza es el español, además de Miguel de Cervantes, el Prado, la Alhambra y Pablo Picasso. ¿Qué hubieran hecho los franceses con un idioma como el nuestro? Lo hubieran convertido en el principal puntal de su economía. Aquí sucede al revés. Además de no aprovecharlo para mejorar nuestra posición comercial con el mundo, lo hablamos y escribimos cada vez peor. Esto revela nuestra indiferencia por el idioma —del que lo ignoramos casi todo—, por no hablar del desdén que despierta entre los nacionalistas de aquí y de allá, empeñados inútilmente en combatirlo para beneficiar a las lenguas vernáculas. ¡Pobres diablos!
Nuestra fortaleza como país es el español, además de Cervantes, el Prado, la Alhambra y Picasso. ¿Qué hubieran hecho los franceses con un idioma como el nuestro?
Si lo antes dicho no fuera suficiente para maltratar el castellano, tenemos la corrección política para acabar de rematarlo. Con el pretexto de favorecer la igualdad de género (craso error porque los hombres y las mujeres no tienen género sino sexo; el género lo tienen las palabras), el feminismo rampante y no demasiado versado en cuestiones lingüísticas impone el desdoblamiento de género en toda clase de palabras hasta convertir cualquier discurso en un galimatías hilarante. Olvidan que la lengua es patrimonio de los hablantes y no de los mandarines del poder. La gente debe ser libre para hablar como quiera, porque hablar ha sido siempre un acto soberano, y quien no lo entienda así que se vaya a Salamanca a aprenderlo.
Ante este panorama descorazonador, la Real Academia Española (RAE) hace lo que puede. Cada semana alguna minoría de las muchas que viven en nuestro país —cojos, ciegos, mancos, enanos, gitanos…— envía una carta a la Academia para que se modifique el significado de un vocablo por considerarlo vejatorio para su colectivo. Así se comprende que en España hayan desaparecido los minusválidos, incluso los discapacitados. Los han sustituido por “personas de diversidad funcional”. La primera vez que vi una señal con lo de “diversidad funcional” no supe en realidad lo que era y aparqué el coche sin pensármelo. Con su diligencia característica, los bad boys del alcalde Ribó me multaron. Bien hecho. Y cuando fui a pagar la sanción, me atendió un funcionario cosmopolita, que también los hay.
— ¿Va a pagar con cash o con tarjeta de crédito? —me preguntó.
—En efectivo, si no le importa —le contesté. Y parece que me entendió.