La banca sigue adelgazando. Cada vez hay menos oficinas adonde acudir para hacer gestiones en persona. Quieren que lo hagamos todo por internet para ahorrar en empleados y alquileres. Dicen que lo hacen por nuestro bien, que la banca digital es el futuro, que el trato será cada vez más personalizado… Pero no somos tan idiotas como suponen
Hete aquí una nueva forma de maltrato. Al maltrato a las mujeres, al de los niños y los ancianos, al maltrato a los animales hemos de añadir, no sin cierta desazón, el infligido por la banca a sus pobres clientes.
Para corroborarlo contemos una historia verídica que acaeció en la ciudad de Alicante en uno de los últimos días del año pasado.
De buena mañana una madre y su hijo viajaron de Benidorm a Alicante para que la mujer, con casi 80 años, pudiera sacar la pensión del marido en un banco con nombre inglés pero orígenes asturianos. Como parte de su plan de cierres de oficinas antes de su posible fusión con una caja andaluza, la entidad prescindió de la única abierta en Benidorm dejando sin servicio a su clientela, mayoritariamente asturiana y castellano-manchega.
En Alicante, después de mucho preguntar por la Gran Vía, la mujer y el hijo dieron con una oficina de su banco. El hombre se adelantó con pasos rápidos. Se las prometía muy felices. Al llegar a la puerta, un cartel enfrió su optimismo: la sucursal estaba cerrada al público. Dentro, una empleada le miró con pena, acostumbrada, nos imaginamos, a ver a clientes que pasan del desconcierto al enfado en la misma situación.
Si madre e hijo pensaban que sacar dinero de una cuenta corriente sería tarea fácil, estaban muy equivocados. Se lo debían trabajar más, merecérselo, sufrirlo incluso, ahogándose, si era preciso, en gotas de sudor.
Cogieron un taxi. Se dirigieron a la única sucursal abierta para toda la provincia de Alicante, sita en la calle Eusebio Sempere, 16. Dos obreros trabajaban en una obra en la fachada. El cajero automático no funcionaba. En el interior diez clientes esperaban a ser atendidos de pie, codo con codo, dadas las reducidas dimensiones del habitáculo. Sólo había dos asientos para el público. Como era Navidad, la plantilla, de por sí corta, estaba bajo mínimos. Eran cuatro empleados, de los que uno era el cajero.
Entre los clientes que esperaban, casi todos ellos jubilados, los había de Elche, donde también habían cerrado la oficina. Se daban la vez como en una carnicería de barrio (probablemente las carnicerías están mejor organizadas que algunos bancos). Los clientes, cansados de tanto esperar, mascullaban protestas sin que la tensión pasara a mayores. La espera invitaba a hablar de política; se escucharon duras diatribas contra los políticos, a los que se calificó de “ladrones”, sin distinción ideológica. Un jubilado expuso su teoría para enderezar el país, de un indudable autoritarismo.
Por fin, después de 45 minutos de demora, la mujer y el hijo fueron atendidos por el cajero, un gordito calvo de rostro amable y dulce. Tantos sacrificios y desvelos habían dado su fruto: habían cobrado la pensión del marido y padre. ¡Objetivo cumplido! ¡Alabado sea Dios! ¡Aleluya, aleluya! Todavía no se lo creían. Cuando abandonaron la sucursal, la cola de clientes jubilados crecía y crecía. Les miraron con envidia. Nadie había pedido una hoja de reclamaciones para quejarse por el maltrato recibido, sólo el hijo de la mujer de casi 80 años que, como algunos habréis imaginado, era yo.
Mi madre y el que suscribe sufrimos, como tantos otros clientes, los daños colaterales de la última reconversión de la banca. En esta ocasión, la nueva ola de cierres de oficinas y despidos está relacionada con la digitalización del sector financiero. Los defensores de la banca digital alegan que cada vez hay menos clientes presenciales (no es extraño a la vista de cómo los tratan) y, por el contrario, las gestiones a través del móvil han crecido. Otro argumento esgrimido para justificar el cierre de oficinas es la necesaria reducción de costes en unos años en que los márgenes de la banca se han estrechado por los bajos tipos de interés.
Los grandes bancos (BBVA, Santander, Sabadell, Bankia y Caixabank) han acometido recortes en sus redes comerciales. Otros de tamaño más reducido como Liberbank también lo han hecho. Más allá de la pérdida de empleos, la última reconversión bancaria tiene un elevado coste social, que se mide por el número de personas excluidas de los servicios financieros.
En la Comunidad Valenciana, que tiene la mitad de sucursales que hace diez años, hay un 45% de municipios sin una oficina bancaria. Esto afecta al 2,7% de la población, sobre todo en la provincia de Castellón. Las personas mayores son los más perjudicados por este cambio. Estos ahorradores se enfrentan a toda clase de trabas para sacar su dinero en ventanilla.
Más allá de la pérdida de empleos, la última reconversión bancaria tiene un elevado coste social, que se mide por el número de municipios que se quedan sin sucursales
Pasando por alto su incapacidad o torpeza para manejarse con las nuevas tecnologías, la banca les invita a operar a través de internet, o les ofrece la posibilidad de los cajeros automáticos, que muchos rechazan. Para estos jubilados sacar el dinero de la pensión se ha convertido en una verdadera proeza. La situación es curiosa, cuando no chocante: el cliente está al servicio de la empresa, que le dicta cómo tiene que sacar su dinero, y no al revés, como debería ser.
Entretanto, los bancos siguen acumulando beneficios por los que tributan a un 3% de media. Hay entidades que hicieron sus deberes en la crisis (Santander, BBVA y Caixabank) y no necesitaron apoyo público, pero otras tuvieron que ser rescatadas por el Estado con el dinero de los contribuyentes. Fueron los casos de Bankia y Liberbank, paladines de los recortes de oficinas. Beneficiarios del esfuerzo de los ciudadanos para evitar su quiebra, deberían ser sensibles con esa población desatendida, la misma que evitó el colapso del sistema y a la que ahora tratan con indisimulado desprecio.