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la nave de los locos / OPINIÓN

Los polvos del señor Macron

Si los políticos españoles cuidasen su aspecto físico como el señor Macron, otro gallo nos cantaría. Lejos está de nuestro ánimo criticarlo  por su partida para gastos de maquillaje. Macron, el primer presidente metrosexual de la historia, sabe que para a gustar a un país hay que gustarse antes a sí mismo        

4/09/2017 - 

Desde niños sabemos que no hay ética sin estética. Lo aprendimos en la escuela. No nos extraña por tanto que el señor Emmanuel Macron, a la sazón presidente de la República francesa, se haya gastado 26.000 euros en su maquillador en tres meses de presidencia. La noticia, lejos de sorprendernos, agranda la consideración que nos merecen algunos políticos franceses. Ellos han entendido mejor que nadie que en la política hay que cuidar el decorado, la puesta en escena, comenzando por el cutis del actor principal.

El señor Macron, a quien muy pocos conocíamos hace un año, no es, como él quisiera, un adelantado en dilapidar el presupuesto público en polvos, afeites y potingues. Recuérdese que su predecesor, el señor François Hollande, cargaba a los franceses una factura mensual de 10.000 euros para pagar a su peluquero. Este fue uno de los secretos mejor guardados de su presidencia, es decir, como un hombre con tan poco pelo —y tan escaso atractivo— gastase tanto en su pelambrera, o quizá fuese precisamente eso, que era una inversión necesaria para combatir la alopecia.

Los señores Macron y Hollande no hicieron sino seguir los pasos del señor Nicolas Sarkozy, también muy dado a cuidar su imagen a costa del dinero ajeno. Sarkozy, paladín de la derecha gala, tenía predicamento entre cierto público femenino que, al verle esa nariz tan puntiaguda, de claras reminiscencias hebreas, imaginaba locas noches de pasión en alguna alcoba perdida del Elíseo, aunque para narices las de otro François (Miterrand), socialista como el primero y con idéntica inclinación a compatibilizar la vida marital con la extraconyugal.

Sólo el rey Felipe, con su barba macho y canosa, resiste la comparación con el presidente francés. En su nueva imagen se nota la mano inteligente de la reina Letizia   

Si hemos hablado de ciertos aspectos de la vida privada de los presidentes franceses no ha sido con el propósito de criticarlos ni ridiculizarlos; antes al contrario, consideramos una virtud que cuiden tanto la apariencia física. En concreto, la factura de maquillaje del señor Macron revela que conoce en qué tiempo vive, en un periodo en el que la forma prevalece sobre el fondo y nada es lo que parece. Él es el primer presidente metrosexual de la historia contemporánea, el David Beckham de la política europea.

Si alguien debe estarle agradecido son las grandes firmas de cosmética, muchas de ellas francesas, que invierten cantidades millonarias en publicidad para convencer a los hombres de que el vello en el pecho, las cejas pobladas y las patas de gallo no tienen excusa en nuestros días. Cada vez más mujeres exigen —sí, exigen— que sus parejas vayan depiladas como los ciclistas del equipo Movistar. ¡O tempora, o mores!, que diría Cicerón.

Una lección para los políticos españoles

Nos cuesta admitir, sin embargo, que los políticos franceses le hayan vuelto a dar una lección de estilo a los españoles. Y nos duele reconocerlo porque el señor Mariano Rajoy, con ese aire triste y mohíno de personaje de Clarín, y el señor Pablo Iglesias, con ese desaliño más propio de un menesteroso pidiendo en la puerta de una iglesia, no resisten ninguna comparación con el presidente francés. En el mejor de los casos,  imaginamos al primero perfumándose con Varón Dandy y al segundo con un frasco de agua de colonia adquirida en un comercio justo. De semejantes mimbres no puede salir ningún cesto aceptable. Si al menos se tiñeran el pelo como el señor Aznar

Bien distinto sería si al señor Macron lo comparásemos con nuestro rey Felipe quien, excelentemente aconsejado por Letizia, acertó al dejarse barba, una barba macho y canosa como la que se estila entre los peluqueros de renombre y los futbolistas de élite. Con gestos así, Felipe VI va forjándose una imagen distinta a la de su padre. Así, por ejemplo, en las audiencias de la Zarzuela o Marivent se permite recibir a políticos descamisados —algo inconcebible con Juan Carlos I— y ha comenzado, lamentablemente, a acudir a manifestaciones.

Francia, con la que mantenemos una relación de amor y odio desde al menos los tiempos de Carlos V y Francisco I, vuelve a ser un ejemplo para el sector más ilustrado de la población española. Nos reconocemos afrancesados en todo: en lo político porque somos jacobinos en nuestra concepción del Estado; en lo literario porque nos reclamamos herederos de Montaigne, Flaubert, Proust y Camus; en el pensamiento porque admiramos a Jean-François Revel y Raymond Aron, y en lo musical porque tenemos a Debussy en un pedestal. ¿Cabe esperar más de un país?

Gracias, amigos franceses, espejo de cortesía en el que nos miramos los dandis, por recordarnos a los españoles que ninguna empresa humana, si aspira a perdurar, se puede construir de espaldas a la belleza.

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