MURCIA. La famosa película Léolo tuvo gran predicamento en España entre un público en vías de extinción al que le gustaba el género poético sobre la condición humana. Paulatinamente, los consumidores de eso que llaman cultura se han ido interesando por otras cosas, pero ahí queda esa época en la que se decía emocionado aquello de "porque sueño, yo no lo estoy" (loco), el verso que se recitaba constantemente en esa película, que transcurría en Quebec.
Léolo era una cinta que se prestaba a la ambigüedad y su director, Jean-Claude Lauzon, lo hizo muy bien, prueba de ello es que en España, como digo, nos emocionamos con aquellas escenas y las sabias palabras de El valle de los avasallados de Réjean Ducharme que iba pronunciando el narrador. Sin embargo, esas eran las sombras que veíamos desde nuestra caverna. En Canadá, Léolo se veía de otra manera porque estaba llena de códigos y mensajes relativos a la independencia frustrada de Quebec.
Tanto en esta película como en su anterior, Un zoo la nuit, Lauzon retrató cómo se había quedado Montreal tras fracasar en su intento de alcanzar Quebec la independencia de Canadá: arruinada política y económicamente. Incluso espiritualmente, ya que hablamos de temas tan esotéricos fuera del siglo XIX como son las naciones. El autor no era independentista, lo que le costó el rechazo y el escarnio, y trató de alguna manera de reflejar la degradación y la claustrofobia que le hacía sentir el clima social le rodeaba. Así acababa Léolo, si no lo recuerdan, el chaval harto de apuntar su arma contra los demás se mete el cañón en la boca.
Si nos centramos en el mundo de la viñeta, Lauzon guardaba cierta equivalencia con Julie Doucet, una de las mejores autoras de los años dorados del cómic underground, la segunda generación, los ochenta noventeros. Natural de Montreal, su obra también tendía al realismo sucio y el naturalismo. Aquí, Fulgencio Pimentel recogió Dirty Works y otras publicaciones suyas en dos tomazos imprescindibles, Comics 1986-1993 y Comics 1994-2016. Quebec en general y Montreal en particular no podían ser más atractivos con estos dos embajadores. Y otro que tal baila es Guy Delisle, que ha conseguido ser considerado un reportero de viñetas. Algo complicado en un género que se toma tan en serio a sí mismo como el periodismo internacional.
No obstante, la última referencia que nos llega de esta región no deja de tener un punto duro y macarra, pero con un matiz diferente: es cuqui. Se trata de Las piñas de la ira de Cathon (Ed. La Cúpula), ilustradora que generalmente publica páginas dedicadas al público infantil, pero la obra con este sugerente título es un noir. Transcurre en una región poblada por hawaianos en Canadá, que no existe, donde abundan los productos tropicales, como ese cóctel del título, y la vida es plácida, sobre todo para la policía.
La protagonista es una camarera aficionada a las novelas policiacas que sospecha que su vecina, ex campeona de limbo que ha fallecido en extrañas circunstancias -bebiendo piña colada- ha sido en realidad asesinada. El divertido despropósito tiene un desenlace prototípico de un thriller, pero con un argumento hilarante, surrealista y sin pretensiones. Lo mejor es que no se parece a nada, ahí está el mérito. Es una traslación de las licencias que son viables con el lector infantil a una historia para todos los públicos, especialmente los que no han tenido el mal gusto de dejar de ser niños. Este es su octavo libro, pero el primero para un compradores con edades de dos dígitos.
La autora ha destacado en entrevistas la fuerza de la escena del cómic de Montreal por detalles que nos gustan. Dice que es "un grupo de personas muy unidas, y todos ayudan a todos". Cosa rara, pero, efectivamente, bien avenidos o no, lo cierto es que de Quebec no deja de llegar material interesante. Aquí mismo reseñamos hace poco La joven Frances de Hartley Lin, que es de Toronto, pero también se instaló en Montreal.
Su obra no sabría decir si está de actualidad. Hablaba sobre la alienación del trabajo. Curros que exigen que sacrifiques tu vida personal para poder competir con los tiburones que tienes al lado. Es algo, quizá, pasado de moda porque por debajo de treinta años ahora mismo no tiene trabajo ni el Tato. Al menos en España, pero la tendencia es universal. Lin había sido abogado y se fijó en cómo era la vida de sus amigos oficinistas para hacer este retrato duro y áspero sobre ¡la gente a la que le va bien en la vida! Había bastante mala leche en el cuadro que pintaba. Y ahora podemos decir que es made in Montreal.
Hace unos años, también La Cúpula sacó en 2011 Reencuentro de Pascal Girard, natural de Jonquière, Quebec. Su protagonista era un personaje arquetípico, un neurótico tendente al delirio paranoide e hipocondriaco que carece de todo tipo de habilidades sociales. Un personaje patético, pero inteligente, a los que suele gustar seguir porque sueltan muchas verdades. Lo llamativo de esta obra era que desafiaba todas las corrientes indies de sus vecinos del sur. El citado personaje no era popular -la obra va sobre una cena de reencuentro con los compañeros del instituto- y lejos de subirse a la oleada de fabular El patito feo una y otra vez, con diferentes ingredientes y situaciones, Girard venía a sentenciar que el problema de ese hombre es que era gilipollas. Algo hay en Quebec, una pulsión, una mala hostia, que me tiene enamorado.