El cineasta alemán estrena ‘Inmersión’, que inauguró el Festival de San Sebastián
VALÈNCIA. Este fin de semana llega a las pantallas comerciales españolas Inmersión (Submergence, 2017), una coproducción internacional, con participación de la productora española Morena Films, rodada en inglés y protagonizada por Alicia Vikander y James McAvoy. Se trata del último film de Wim Wenders, prestigioso director alemán de 72 años que probablemente no atraviesa su mejor momento creativo, pero es uno de los pilares del cine europeo desde hace varias décadas. La película, escogida para inaugurar la última edición del Festival de San Sebastián, adapta la novela homónima del escritor británico J. M. Ledgard y cuenta la historia de amor entre un ingeniero hidráulico tomado como rehén en Somalia por los terroristas yihadistas y una bióloga que trabaja en un proyecto de inmersión en las aguas más profundas de los océanos para demostrar su teoría sobre el origen de la vida en la Tierra. Según el cineasta, cuando leyó el libro pensó que “hay mucha oscuridad en nuestro planeta. Está la oscuridad del fondo del océano y la del fondo de nuestra alma. Y tenía que equilibrarlo: no puedes combatir la oscuridad con la oscuridad. El amor lleva a los protagonistas a aventuras por separado”.
Pese a las explicaciones de Wenders, un tanto peregrinas, la película no convenció ni a crítica ni a público. La opinión general fue que la relación afectiva era demasiado edulcorada y el discurso sobre la necesidad de aunar ciencia y política para salvar el mundo resultaba excesivamente pretencioso. Yihadismo, ecología y romance terminan por ser un cóctel indigesto, confirmando que el director alemán ha vuelto a dar la de arena. Y en mayo estrena El Papa Francisco: Un hombre de palabra (Pope Francis: A Man of His Word, 2018). ¿Quiere eso decir que le hemos perdido para siempre? No. La prueba es que en 2014 todavía entregó La sal de la Tierra (The Salt of the Earth), un documental codirigido con Juliano Ribeiro Salgado donde exploraba el trabajo del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. Y tres años antes había experimentado con el 3D en Pina (2011), otro documental, género en el que últimamente ha obtenido mejores resultados que en la ficción. Pero lo que sí parece evidente es que sus películas ya no son recibidas con la expectación de antaño, como si su tiempo hubiera pasado definitivamente. Y en un momento en que la memoria es muy corta y los festivales cada vez cuidan menos sus secciones retrospectivas, en una carrera desbocada por la última novedad, aunque sea de usar y tirar, conviene recordar que la trayectoria de Wenders, actual presidente de la Academia del Cine Europeo, contiene títulos fundamentales que ya forman parte de la historia.
En febrero de 1962 se produjo un hecho de enorme trascendencia en el devenir del cine alemán. En Oberhausen, durante un festival de cortometrajes, una serie de jóvenes directores de cine firmaron un manifiesto contra el llamado Heimatfilm, el cine dominante en la producción germana de la época, una industria herida en todos sus flancos tras la Segunda Guerra Mundial. La declaración de los cineastas emergentes terminaba con un rotundo: “El viejo cine ha muerto. Creemos en el nuevo”. Uno de sus principales objetivos era lograr acceder a las ayudas institucionales para la financiación de sus películas. Wim Wenders tenía por entonces 17 años, por lo que no estaba entre los firmantes del manifiesto, pero su generación sería la más beneficiada del cambio que generó. En 1967 ingresaba en la Escuela de Cine de Munich. En las aulas coincidiría con Werner Schroeter, y en los bares con Werner Herzog y Rainer Werner Fassbinder. El nuevo cine alemán estaba a punto de conquistar el mundo, aunque Wenders no ofrecería su primer título verdaderamente relevante hasta 1974.
La película que obligó a prestarle atención fue Alicia en las ciudades (Alice in den Städten), su cuarto largometraje. Un film donde condensaba algunas de las constantes de sus trabajos anteriores, como el interés por la cultura estadounidense y el rock and roll (contiene un cameo de Chuck Berry), la idea del viaje como forma de conocimiento interior o la fusión entre relato clásico e ideología de vanguardia. Una historia iniciática con ecos de Alicia en el país de las maravillas y música de Can, filmada en 16 mm. y con una contrastada foto en blanco y negro de Robby Müller. Wenders asumía como propia la poética de la road movie y comenzaba a perfilar un estilo que seguiría puliendo en Falso movimiento (Falsche Bewegung, 1975) y, sobre todo, en la definitiva En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1975), donde se reafirma como autor y se adentra en territorio abiertamente político. Y antes de la clausura del periodo del nuevo cine alemán (fechada en 1982), aún rodaría El amigo americano (Der amerikanische Freund, 1977), una magnífica adaptación de Patricia Highsmith, Relámpago sobre el agua (Lightning over Water, 1980), soberbio documental sobre los últimos días del gran director americano Nicholas Ray, y El estado de las cosas (Der Stand der Dinge, 1982), una apasionante reflexión sobre el propio cine que le reportó el León de Oro en Venecia y en la que rindió homenaje a otro de sus iconos yanquis: Samuel Fuller.
El bagaje de Wenders en esos primeros años es deslumbrante y le convierte en un cineasta imprescindible, con un mundo propio y una estética muy marcada (la mayoría de films continúan siendo en blanco y negro). Ni siquiera el único desliz que cometió carece de interés. De hecho, Jean-Luc Godard llegó a declarar que era su película favorita del alemán. Se trata de El hombre de Chinatown (Hammett, 1982). Entusiasmado con El amigo americano, un Francis Ford Coppola crecido por el éxito de El Padrino (The Godfather, 1972) y obstinado en levantar Zoetrope, su propia productora, propuso a Wenders trabajar en Hollywood. La idea inicial era atractiva, ya que se trataba de hacer una película sobre Dashiell Hammett, el padre de la novela negra, pero en Orion Pictures, el estudio asociado al proyecto, solo estaban interesados en el film si se planteaba como una historia detectivesca. Wenders manejó hasta cuarenta versiones del guion, llegó a rodar dos veces la película y estuvo a punto de tirar la toalla en varias ocasiones, aunque calificaría la experiencia como positiva, porque le permitió aprender la maquinaria que se pone en marcha para realizar una película estadounidense. Una excelente lección de cara al futuro.
Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar. En 1984 Wenders desarrolla su particular visión de América en Paris, Texas, que le reportaría la Palma de Oro en Cannes. De la mano del escritor Sam Shepard, la guitarra de Ry Cooder y unos Harry Dean Stanton y Nastassia Kinski en estado de gracia, compone un film de una belleza arrebatadora, de nuevo atravesado por un viaje físico que es a la vez un trayecto interior, el de un hombre en busca de su joven esposa, tras cuatro años en un vacío tan grande como el desierto. El uso de los espacios abiertos y el mismo periplo del protagonista remiten a Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), como si Wenders hubiera querido hacer su propio western abstracto. La parte final del film, con las conversaciones entre Travis y Jane por teléfono a través del espejo de la cabina de un burdel, marca el clímax emocional de una película que consagró definitivamente al cineasta alemán. En una entrevista, reconocía que la escena del reencuentro entre el niño y su madre marcó un punto sin retorno en su carrera. “Cuando la terminamos supe que, a partir de ese momento, todo lo que filmase en el futuro sería distinto”.
Tokyo-Ga (1985), un sugestivo documental en busca de las huellas de Yasujiro Ozu en Japón, es la bisagra entre Paris, Texas y el siguiente film de Wenders, otra de sus obras maestras: El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987). Esta vez se asocia con otro escritor, su viejo amigo Peter Handke, para contar la historia de un ángel que, enamorado de la trapecista de circo, decide abandonar su condición celestial para convertirse en humano. Así pasa de observador a protagonista, de mirar desde las alturas a hacerlo al nivel del suelo. El argumento permite al director desplegar un potente arsenal poético, de nuevo en blanco y negro (excepto durante la conversión del ángel en humano), al tiempo que rinde homenaje a la capital alemana y explora sentimientos como el amor, la soledad, la melancolía o la incertidumbre. También regala al espectador nuevos momentos memorables, como el definitivo encuentro final entre los dos amantes, mientras en un club Nick Cave y sus Bad Seeds interpretan “From Her to Eternity”. Wenders ganó con ella el galardón al mejor director en Cannes, y seis años después estrenaría ¡Tan lejos, tan cerca! (In weiter Ferne, so nah!, 1993), una secuela que no estuvo a la misma altura, pero tampoco se fue de vacío del certamen francés, ya que recibió el gran premio del jurado.
La de los años ochentas es, sin duda, la mejor etapa de su carrera. Posteriormente, Wenders no siempre ha dado con la tecla a la hora de plasmar sus intereses y obsesiones en la gran pantalla. Un buen ejemplo sería la controvertida Hasta el fin del mundo (Until the End of the World, 1991), nuevo compendio de inquietudes personales (formales, históricas, filosóficas) que se salda de manera muy irregular, y donde ya hace gala de una falta de pudor que afectará a sus trabajos menos convincentes en años posteriores. La película destacaba por una banda sonora en la que se podía escuchar a Talking Heads, Elvis Costello, Patti Smith, Lou Reed o U2, entre otros. “El rock and roll me salvó la vida”, diría en cierta ocasión. “Fue la música que, por primera vez, me dio un sentimiento de identidad, la sensación de que tenía derecho a disfrutar, a imaginar y a hacer algo. Si no hubiera sido por el rock and roll, podría haber sido abogado”. Como tantos otros jóvenes en todo el planeta, la fascinación por la música y su identificación con los valores que vehiculaba marcaron la formación cultural de Wenders. En una secuencia de En el curso del tiempo, uno de los personajes afirma: “Los americanos nos han colonizado el subconsciente”. Y su cine, de algún modo, es una indagación de los códigos visuales y sonoros de esa herencia.
Es evidente, por ejemplo, en El final de la violencia (The End of Violence, 1997), donde incluso recrea el famoso cuadro Nighthawks, de Edward Hopper, como antes había hecho con obras de Vermeer (en Hasta el fin del mundo) o de Caspar David Friedrich (en Falso movimiento). Wenders es un cineasta de formación multidisciplinar y con numerosos intereses, que vuelca a lo largo de su filmografía, pero siempre vuelve sobre una idea de América que se puede rastrear en muchas de sus películas. Entre ellas, Tierra de abundancia (Land of Plenty, 2004) o Llamando a las puertas del cielo (Don’t Come Knocking, 2005), donde se reencontraría con Sam Shepard. Son títulos con interés, pero en los que ya no se reta a sí mismo, y que palidecen en comparación con los saltos mortales sin red que continúa ejecutando su compañero de generación Werner Herzog. No obstante, también es la época en que rueda Buena Vista Social Club (1999), el estupendo documental sobre un puñado de viejos artistas cubanos donde vuelve a trabajar con Ry Cooder.
Quizá el movimiento de Wenders que menos se ha entendido ha sido el que le llevó a asociarse con Bono, el mesiánico vocalista de U2. Ambos comparten inquietudes similares acerca del estado del mundo, y sus largas conversaciones y encuentros (el director es el responsable de varios videoclips de la banda) desembocaron en una discutida colaboración: Pese a obtener el Oso de Plata y el premio del jurado en Berlín, The Million Dollar Hotel (2000), basada en un argumento del cantante irlandés, cosechó críticas adversas, e hizo a Wenders entrar en el nuevo siglo con el pie cambiado. De hecho, en los últimos veinte años ha realizado más documentales que films de ficción, que en muchos casos han pasado desapercibidos, como sucedió con Todo saldrá bien (Every Thing Will Be Fine, 2015), a partir de un guion del noruego Bjørn Olaf Johannessen. No parece que Inmersión vaya a correr una suerte diferente, pero siempre conviene mirar las cosas con cierta perspectiva en tiempos en que una opera prima afortunada convierte a un cineasta en estrella global mientras se minusvaloran con ligereza trayectorias de incuestionable solidez por culpa de algunos tropiezos. Con sus aciertos y errores, Wenders ha construido una obra personal, identificable, coherente y que se cuestiona la sociedad de su tiempo desde posiciones estéticas comprometidas. Recuperar sus mejores películas es comprobar que su discurso mantiene la vigencia.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz