Ahí empezó todo. Corría 2012. Mi padre me lo regaló. “La revolución de los vikingos”. Un título peculiar para un libro peculiar, de una autora peculiar en un momento peculiar. La historia de la “revolución islandesa” en el primer país europeo rescatado por el FMI tras la crisis del 2008, donde los ciudadanos, hartos con la gestión de los gobernantes, habían hecho una revolución que derivó en la dimisión en bloque del ejecutivo, en el procesamiento de los banqueros y en el intento de la redefinición de su Constitución.
Me encantó. Me gustó tanto que quise contactar con Elvira Méndez Pinedo, la escritora, una profesora española que se había ido a vivir a Reikiavik por amor y, allí, sacó una cátedra de Derecho. Se había integrado en el grupo de “revolucionarios”. Propuse a la Universidad de Alicante hacer un curso de verano sobre la relación entre mala gestión, corrupción y desafección política. Aceptaron. E invité a Elvira a participar.
También invité a Andrés Herzog, a quien conocí en aquel momento. Por entonces, era el fulgurante abogado encargado de preparar la querella que UPyD había presentado ante la Audiencia Nacional contra consejeros de Bankia y BFA. Vinieron asimismo distintos profesores de comunicación, expertos internacionales en opinión pública (entre otros, el presidente de la WAPOR-Asociación Mundial de Opinión Pública, López-Escobar), estudiantes universitarios y gente de la calle, muy motivada.
Fue un curso para recordar. Desde la sociedad civil, donde estábamos todos, se animó a la reflexión y al debate sobre el papel de la ciudadanía, sobre lo que los economistas denominan “el riesgo moral” (la tendencia a asumir riesgos cuando las consecuencias recaen sobre terceros), sobre la necesidad de regenerar la vida pública y sobre la obligación de incorporar honestidad y talento a la política y a la gestión. Debatimos (como se hacía entonces en la Universidad), partiendo de ideologías muy diferentes desde la máxima del respeto a la discrepancia. Argumentamos, sincera y libremente, con la convicción de que la pluralidad y el disenso son el comienzo de cambios. Con la certeza de que discrepar no es agredir ni traicionar. Y con la voluntad de encontrar consensos.
Salimos todos convencidos de que algo había que hacer para arreglar este país, para “conectar” a la gente, y para mejorar la toma de decisiones públicas que nos afectan en nuestro día a día.
Han transcurrido ocho años.
Elvira sigue de catedrática en Islandia. Al menos, eso dice Google. Creo que se mantiene en el activismo. No he vuelto a hablar con ella. El movimiento de renovación impulsado en 2011 en su país de acogida fracasó parcialmente. Ni la democracia participativa tuvo el éxito deseado, ni se consiguió renovar la Constitución. Después de varios cambios de Gobierno y del fiasco de la nueva política (encarnado en el Partido Pirata), su primera ministra es hoy Katrín Jakobsdóttir, del Movimiento Izquierda Verdes, antigua responsable de Educación. La mayor parte de los revolucionarios de entonces han abandonado. Islandia se ha recuperado económicamente gracias al turismo, aunque sigue habiendo casos de corrupción en su política. Su gestión de la crisis del COVID ha sido ejemplar ya que, con el establecimiento de PCRS masivas, apenas cuentan 10 muertes.
Andrés Herzog estuvo en primera línea y llegó a ser candidato a la Presidencia del Gobierno. A raíz de los resultados de UPYD en 2016, dimitió y abandonó la política. Hoy está reincorporado a su actividad profesional, como responsable de litigación de un despacho de abogados. Ha representado a la acusación popular ejercida por la Confederación Sindical de Crédito (CIC) en el caso Bankia y dice “tener la satisfacción del deber cumplido". Vive en un país con un gobierno de socialistas y autodenominados “herederos del 15 M”, apoyados por independentistas y nacionalistas. La coalición asaltó los cielos con una moción de censura para “eliminar la corrupción y salvar a la gente”. Hoy, sus máximos responsables tienen un casoplón en Galapagar y hacen entrevistas en Vanityfair y Diez Minutos.
En el Gobierno actual, como en el anterior, hay miembros investigados por presunta corrupción, pero, en lugar de dimitir, sus diputados votan en contra de la apertura de comisiones para investigarla. En el balance de su gestión de la crisis por la pandemia se contabilizan 758.000 contagios y, oficialmente, casi 32.000 muertos. Sigue sin haber rastreadores, ni PCRS masivas ni material sanitario suficiente.
En mi caso, a raíz de aquel curso, acabé en la política activa. Sigo por el momento en ella. Llevo cuatro legislaturas como diputada. El periplo de este tiempo da para otras varias columnas de opinión. Me sigue obsesionando el “riesgo moral” (especialmente tras la gestión de la pandemia). A diferencia de las aulas, hoy veo cómo en el Parlamento se penaliza el consenso y como, ante la discrepancia, se impone cada vez más la cultura de la cancelación. La máxima ahora no es el respeto, sino la exaltación de la diferencia. La pluralidad no es ningún comienzo, sino el final de la posibilidad de cualquier cambio. Y, lamentablemente, cada día van quedando menos personas con honestidad y talento en esto.
Son otros tiempos, también peculiares.
Ayer, mientras leía lo de Bankia, pensé que aquel libro bien podría reescribirse ahora. “De la revolución a la transformación de los vikingos”.