Gran Bretaña tendrá una secretaría de Estado para la Soledad. Lo ha decidido la primera ministra Theresa May, lo que nos causa admiración a todos los solitarios del continente. España, que siempre lleva un siglo de retraso respecto a las naciones desarrolladas, da la espalda a una legión de desamparados —viejos, viudas, enfermos terminales, presos— que no tienen con quien hablar
Hemos sido injustos con la primera ministra británica, Theresa May, empezando por sus compañeros del Partido Conservador, con el malvado Boris Johnson a la cabeza. Hemos sido injustos, acaso sin saberlo ni pretenderlo, con esta mujer desgarbada, de piernas largas y nariz corva a la que confundieron, cuando fue elegida en lugar del infortunado David Cameron, con una actriz porno de nombre parecido. Mal presagio. Hemos sido injustos con Mrs. May cuando le hemos reprochado su escasa sabiduría política en contraste con nuestra admirada Margaret Thatcher. Alguien que convoca unas elecciones para ampliar una mayoría parlamentaria y la pierde —pensábamos entonces— se merece nuestra risa más cruel. Pero estábamos equivocados.
May, cuya cabeza política creíamos que no tardaría en ser arrojada al Támesis, iba palideciendo como primera ministra a medida que avanzaba la negociación del Brexit. La soledad de esta mujer era tan palmaria que había llegado a despertar ternura en algunos diputados de la oposición laboralista. En los últimos meses no dábamos un chavo por ella hasta que anunció, hace escasos días, la creación de una secretaría de Estado para la Soledad. La noticia no adquirió, a mi entender, el relieve que se merecía, perdida entre informaciones menores como las correrías del locuelo de Puigdemont y la última prueba de indigencia mental del emperador yanqui.
Pese a ser inglesa y pese a ser una mujer de poder, May ha demostrado tener corazón, una sensibilidad inesperada, al considerar la soledad una cuestión de Estado, como si se tratara de la política migratoria o de la amenaza terrorista de los barbudos islámicos. Los periódicos han revelado que en Gran Bretaña, un sitio donde llueve mucho y la gente es flemática, hay nueve millones de personas afectadas por la epidemia de la soledad.
Los síntomas de esta enfermedad contemporánea han sido suficientemente estudiados por los especialistas: cabe mencionar la tristeza en los ojos, la palidez de rostro, un silencio sepulcral en una casa donde habita el olvido y ni una llamada de nadie preguntando por ti. La soledad, la depresión, la desesperación, el dejarse morir, todo en uno, en sucesivas etapas hacia un final infeliz. La soledad como reverso a este mundo falsamente feliz, de una felicidad postiza y tan inconsistente como el emoticono que acabamos de recibir en el móvil.
Aunque no hayamos leído a Sartre, algunos sospechamos que la vida es al final una pasión inútil. Este mundo de confeti y de risas flojas no nos quita esa maldita idea de la cabeza. Porque la soledad, tan bellamente retratada en la película de Jaime Rosales, es un pájaro perverso de plumas negras que se ceba con las víctimas más indefensas: ancianos convertidos en un estorbo para sus familiares, enfermos crónicos y terminales, viudas y viudos que extrañan los pasos y las mentiras de quienes les abandonaron, presidiarios que han renunciado a la esperanza de tener un vis a vis. La soledad, la puta soledad, que nos echará la zarpa cualquier día de estos.
En España no detectamos ningún interés del señor Mariano Rajoy por emular a su homóloga británica. No estaría de más, sin embargo, que el presidente del Gobierno, además de recitar cada día que vivimos en el país de Jauja, se planteara crear al menos una comisión de estudio sobre la soledad española, que tal vez revista características diferentes a la del resto de Europa.
Aunque no hayamos leído a Sartre, algunos sospechamos que la vida es una pasión inútil. Este mundo de confeti y de risas flojas no nos quita esa idea de la cabeza
Hay preguntas que requieren respuestas urgentes: ¿Cuántos solitarios hay en este país? ¿Cuántos ancianos mueren abandonados en sus casas sin que nadie repare en ellos? ¿Cuántas de esas miles de personas que se suicidan cada año lo hacen por no soportar el peso de la soledad? Carecemos de la más mínima información sobre estas cuestiones. Y es preocupante. Por ello el presidente Rajoy, antes de presentar la dimisión que reclama la mitad del país, debería despedirse dignamente con la puesta en marcha de un ministerio para la Soledad.
Si tal propuesta le pareciese demasiado ambiciosa, nos conformaríamos con una secretaría de Estado para el Desamparo o, en el peor de los casos, una dirección general para la Orfandad. Esto sí que sería hacer política para las personas y no la tecnocracia a la que estamos acostumbrados. Un solitario como yo, que pasa horas sin hablar con nadie, sabría adónde acudir para aliviar sus penas. Un Ministerio para la Soledad sería más eficiente, sin lugar a dudas, que el de Interior al afrontar la próxima crisis provocada por unas nevadas. Por si esto no fuera suficiente, el nuevo ministerio exigiría un presupuesto modesto porque los solitarios somos gente de buen conformar. Nos contentamos con muy poco, tan sólo con un poquito de cariño de nuestros semejantes, las personas humanas.