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'La peste' o cuando el realismo es una cuestión de moral

3/02/2018 - 

VALÈNCIA. Apabullante. No hay otra palabra para definir la impresión que deja La peste tras ver sus seis capítulos. Sus diez millones de euros de presupuesto se han traducido en un extraordinario trabajo de producción que consigue hacer volver a la vida la Sevilla del siglo XVI. Como si estuviéramos allí de verdad. Acabamos ahogándonos en el barro y en la mugre, salpicados por la sangre, el sudor, las lágrimas y las cenizas. En este sentido, la serie es un hito en la producción nacional.

Ese grado de veracidad no puede sorprender a quien conozca la filmografía de Alberto Rodríguez, compuesta por siete largometrajes: El factor Pilgrim, El traje, 7 vírgenes, After, Grupo 7, La isla mínima y El hombre de las mil caras. Aunque realismo es un concepto escurridizo e interpretable donde los haya y más bien una cuestión de grado (¿realista respecto a qué?), porque primero tendríamos que aclarar qué entendemos por realidad y eso nos llevaría lejísimos de una columna que habla de series, vamos a establecer que el realismo es una de las premisas fundamentales del cine de Rodríguez. Gran parte de su estilo se fundamenta en él, lo que afecta tanto al trabajo de dirección artística, palpable en las recreaciones del pasado reciente que suponen Grupo 7 o La isla mínima, como al trabajo actoral. La dirección de actores suele ser sobresaliente en sus films, donde suele conseguir un gran nivel tanto en protagonistas como en secundarios y, sobre todo, armonía y homogeneidad, es decir, algo en apariencia tan simple como que todos los intérpretes estén en la misma clave, pero que en nuestro cine pasa muchas menos veces de las que sería necesario.

La interpretación en La peste brilla a gran altura, con soberbios trabajos de los intérpretes principales y una altísima calidad en todo el elenco. Se ha fiado el protagonismo a actores y actrices poco o nada conocidos pero excelentes, como Pablo Molinero, que interpreta al protagonista y que aporta eso que llaman mirada y una gran profundidad, o Patricia López Arnáiz, magnífica en su retrato de mujer áspera y desafiante, empeñada en mantener su identidad en un mundo de hombres. Sí es muy conocido y popular Paco León pero la serie le ha permitido mostrar una cara muy distinta y brillar en una interpretación contenida y sobria, que estalla en unas escenas inolvidables en su crudeza que no vamos a desvelar. Y claro, es que están por ahí Manolo Solo, Manuel Morón o Antonio Dechent, que son esa clase de actores que lo hacen siempre mejor que bien y ennoblecen cualquier obra en la que salen. Y sí, hablan con acento andaluz, qué sorpresa. Y se entiende, a pesar de lo que se ha dicho por ahí. Y nos gusta.

Además del realismo, La Peste mantiene otras de las constantes del cine de Rodríguez, como el protagonismo masculino, aunque con personajes femeninos de interés, y, desde el punto de vista temático, la corrupción como una red inevitable en cualquier comunidad y en cualquier forma de poder (político, religioso, económico), junto con un punto de vista más bien pesimista, que implica un tono descarnado y seco, y conduce a finales agridulces, cuando no directamente agrios.

Sevilla sin su color especial

Que Sevilla es una ciudad muy hermosa lo sabemos de sobra. Que La peste no es precisamente una postal turística de la ciudad, también. Más allá de la suciedad y de la cochambre, la Sevilla de la serie es oscura, incluso cuando se filma de día, y no solo porque sea una ciudad repleta de chabolas, grutas, pasadizos, alcantarillas y habitaciones cerradas. Es una Sevilla alejada de tópicos y de cualquier interpretación romántica. El trabajo de iluminación y fotografía pretende también ese realismo del que hablábamos. Y puesto que la luz en aquella época procedía de velas, antorchas y lámparas de aceite, el espacio se llena de penumbra. No hay concesión alguna al preciosismo, e incluso parece huir de la nitidez y la claridad, en consonancia con una historia que refleja lo peor del ser humano.

Precisamente, lo interesante es que toda esta ambientación, el mundo físico en el que se desarrolla el relato, no solo proporciona realismo y una inmersión tremendamente veraz en la Sevilla de 1597, sino que se erige una gran metáfora de los males de la naturaleza humana que despliega el relato. Es una apuesta estética pero también temática y emocional. La corrupción, la degradación moral, la violencia, el desprecio, la desigualdad brutal, el comportamiento despiadado de los poderosos y de los que nada tienen, se expresan visualmente en la oscuridad reinante, en la suciedad del ambiente, en la fotografía tenebrista y en un mundo plagado de sombras, donde escasea la luz y hay pocos espacios abiertos. Ese pesimismo del que hablábamos se transmite en la acción y en el devenir de los personajes, pero también en la atmósfera que consigue la magnífica ambientación histórica, fruto del trabajo de la dirección artística, la fotografía y los efectos visuales.

Un mundo masculino

Comentábamos antes que el protagonismo masculino es una constante en el cine de Alberto Rodríguez. Eso no significa necesariamente que no haya una mirada sensible a cuestiones de género y La peste es un buen ejemplo. Un relato ambientado en la España del siglo XVI, en el que las mujeres ocupaban un lugar muy secundario y su presencia pública era tremendamente limitada, supone un desafío para el guion resuelto a través de varias personajes femeninos, siendo el más desarrollado el de Teresa Pinelo. Aunque a primera vista parece fruto de una mirada muy contemporánea, de hoy, con su rebeldía, sus intentos de afirmar su identidad y sus derechos en un mundo que negaba el alma y la inteligencia de las mujeres, como se recuerda en un momento de la serie, en realidad está inspirada en varias mujeres pintoras del pasado que, como ella, se vieron obligadas a firmar con nombres masculinos, normalmente el del padre o el del marido.

El cuadro que Teresa pinta a lo largo de los capítulos y que vemos al final (no se asusten que no es un espoiler, no revela nada de la trama) es una recreación de Judith y su doncella, una obra de Artemisia Gentileschi, extraordinaria pintora del siglo XVI, objeto hoy en día de numerosos estudios y a la que nadie discute ya su importancia en la pintura de la época. Artemisia tuvo que hacer una demostración pública de que era ella quien pintaba los cuadros, porque nadie creía que fuera capaz. Vivió un vida complicada y en gran parte fuera de las normas, negándose a ser discriminada. Así que Teresa, por muy moderna que nos parezca, está representando a muchas mujeres que en el pasado se rebelaron contra el lugar que la sociedad patriarcal les reservaba. También muchas mujeres lucharon, como ella, por conseguir llevar sus negocios sin un hombre al lado y por ser respetadas. Así que la serie rinde homenaje a estas mujeres al tiempo que ofrece una realidad desconocida por muchos. Nada que objetar.

Judith y su doncella (1618-1619), de Artemisia Gentileschi. Palazzo Pitti, Florencia.

El presente en el pasado

Se ha recordado que la intriga de La peste recuerda en parte a la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa: una serie de asesinatos que ocultan un enigma, una pareja de detectives compuesta de maestro y discípulo, el papel de los libros y la cultura, el control de la información o la presencia de la Inquisición. Pero el tono es muy distinto y aquí hay bastante menor humor y ninguna ironía, porque no lo pretende, además de una lectura de algunos males del presente que en Eco no existía. La presencia de temas como la connivencia entre mercaderes y políticos, las redes de corrupción, la explotación infantil, la especulación sobre los precios del trigo o sobre el transporte o la discriminación de las mujeres nos hablan de aspectos del siglo XVI que no es difícil leer en clave actual como trasuntos de nuestro mundo.

Ya habrán deducido por lo dicho que vale la pena ver La peste y que, sin duda, es una obra mayor. Aunque la intriga en ocasiones flaquee, no lo hace nunca la ambientación, ni la caracterización de los personajes y eso nos atrapa. Su mayor baza es la capacidad para recrear el pasado y conseguir que nos sintamos dentro de él. Un mundo lejano en apariencia, pero demasiado parecido en los aspectos morales, por más que ahora tengamos pavimento en las calles, duchas diarias y luz artificial. 

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