VALÈNCIA. No es casualidad que en pleno 2017 El cuento de la criada haya sido la serie más celebrada en un mundo pendiente de las pequeñas pantallas. La corrección política, el prejuicio como sistema y la pesada herencia de lo que hacemos online hacen cada vez más necesario viajar muy lejos para verse de cerca. Una distancia que es solo una apariencia, la que percibimos en la mejor literatura de ciencia ficción. La distopía publicada por Margaret Atwood en 1985 y ahora convertida en The Handmaid's Tale nos atrapa con esa idea de estar viendo algo muy próximo con cierta lejanía.
Y algo parecido sucede con La llamada (Javier Calvo y Javier Ambrossi, 2017), una película que logra que podamos reírnos sin miedo de lo más inmediato, desde un escenario aparentemente lejano: dos adolescentes exploran su libertad de pensamientos desde un campamento religioso. El supuesto corsé es una excusa inmejorable para investigar en la identidad individual y colectiva, pero con una enorme distancia con el caso de la serie televisiva: una capacidad natural para hacer reír y encajar un musical en la premisa.
La llamada es una comedia musical. En esencia, la película de un pequeño grupo de creadores que se lo pasa bien en un estado muy libre de prejuicios y expectativas. Y como esa es la esencia, es imposible que el espectador no se contagie de un buen rato sin peros en la lengua de quien escribe. El gran mérito, sin embargo, es haber convertido con éxito la idea escénica que nació en el hall del Teatro Lara. Sus creadores y sus actrices, aunque no venían exactamente de la nada, han crecido exponencialmente en torno a una historia plagada de una ingenuidad sana que parece descartada por contrato en el cine comercial.
La amplitud de públicos que abarca y la manera en la que usa el lenguaje visual, corporal y verbal es prodigiosa en el momento en que se estrena. No es que sea un milagro blasfemar sobre la religión católica, sino hacerlo con una voz tan libre. Tan libre que la propia Iglesia no tiene un lobby concreto al que atacar ni una conspiración judeomasónica a la que acusar de intentar denigrarla. En el viaje que realizan los personajes, el encuentro de una identidad individual (Macarena García y Anna Castillo, perfectas) y colectiva (Gracia Olayo y Belén Cuesta; ésta última, estelar) las creencias quedan reducidas a lo que son: un estado mental.
Los personajes están bien construidos desde el estereotipo, otro mérito para la galería. A los también creadores de Paquita Salas (la serie de Flooxer) y que ahora participarán como profesores en la nueva temporada de Operación Triunfo, han invertido un tiempo incalculable en entender el mundo que les rodea. Son pop en el mejor de los sentidos, pero sobre todo tienen el talento de saber decodificarlo a través de una película que sabe conectar el reguetón, la fe, la adolescencia, los conflictos de identidad y el ritmo al que las monjas entienden a la sociedad de Facebook e Instagram. Todo cabe y todo fluye con efectividad.
Correcta y concreta en lo visual, se intuye que la licencia de algunas canciones de Whitney Houston ha podido suponer un porcentaje de la producción que sería toda una curiosidad para los economistas del cine. Pero nada de todo esto resulta más importante que la historia, llevadera para un público más amplio del que sus productores debieron suponer al apostar por ella. Su éxito en taquilla y su permanencia dependerá sobre todo de un bocaoreja que correrá como la pólvora. Y veremos cuál es el techo de este cielo al que han sabido subirse el clan de los Javis con un debut esperanzador.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz