¡Noticia bomba! La València del ‘iaio’ Ribó se ha llenado de mendigos. Eso demuestra el poderío de la ciudad, que atrae a gente de toda condición. Pobres en las puertas de los supermercados, de las iglesias y de los restaurantes de lujo. Un gran catálogo de pordioseros para elegir. ¡Y aún se habla de la fortaleza de la economía española!
No sé si es por su innegable atractivo turístico, pero lo cierto es que València se ha llenado, en las calles del centro, de un ejército de mendigos. Un sábado, regresando de comprar un regalo en unos grandes almacenes, conté hasta una docena de pobres desde Juan de Austria a Barcas. Lo mismo me hubiera ocurrido de estar en Alicante, en avenidas comerciales como Alfonso el Sabio y Maisonnave.
Esa legión de mendigos, pedigüeños, pordioseros, esa marabunta de pobres de todo pelaje, con o sin perros como compañía, mayoritariamente hombres, piden limosna en las puertas de las iglesias y de los supermercados. Los hay que presentan alguna tara. También pueden ser vistos vendiendo pañuelos de papel en los semáforos de las calles más concurridas. Los más osados entran en los bares del centro hasta que un camarero los echa de malos modos. Por las noches duermen al pie de un cajero automático, tapados con cartones y con el único consuelo de beber algo de tintorro. Se dividen en profesionales (los rumanos, sobre todo) y meros aficionados.
Es la otra cara de la València solidaria, feminista y ecológica del iaio Ribó y su clown italiano; la que no se quiere ver porque revela que la crisis nunca se fue ni se irá, que es un monstruo con el que debemos convivir muchos años.
Aquel sábado en que descubrí que Valencia es una plaza codiciada por los mendigos, me acordé de que pocas veces les he dado limosna. En esto creo ser como la mayoría. Ese día le solté 50 céntimos a un viejo sentado en el suelo, junto al hotel Reina Victoria. Inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. ¿Cuántos minutos de lavado de mala conciencia se pueden comprar con 50 céntimos? A buen seguro la respuesta la tendrá la señora Adela Cortina, experta en ética y que, a poco que te descuides, te amenaza con una de sus conferencias. Si es sobre la aporofobia, ¡miel sobre hojuelas!
Casualidad o no, al día siguiente leí, en el suplemento económico de un diario nacional, que España camina hacia una sociedad de castas. Es decir, que quien nace pobre tiene todas las papeletas para seguir siéndolo el resto de su vida. En cambio, los ricos suceden a los ricos sin demasiados problemas, gobierne Pedro o gobierne Pablo.
La posibilidad de prosperar viniendo de abajo gracias a la educación y el esfuerzo —el denominado ascensor social— es una extravagancia en 2019. Si alguien creyó en la meritocracia, lo cual tiene un indudable mérito en un país tan inclinado al nepotismo, puede ir desengañándose.
LA POSIBILIDAD DE PROSPERAR VINIENDO DE ABAJO GRACIAS A LA EDUCACIÓN Y EL ESFUERZO —EL DENOMINADO ASCENSOR SOCIAL— ES UNA EXTRAVAGANCIA EN 2019
Aquel sueño de la igualdad de oportunidades, aún vivo en los discursos mendaces de algunos políticos, fue breve. Duró desde el final del franquismo hasta los noventa. Yo me beneficié de él y subí dos o tres escalones gracias al ascensor social. Otros no tendrán esa suerte. La crisis de 2008 ha acentuado la desigualdad condenando a un par de generaciones a una nueva forma de proletariado, sin esperanza ni futuro.
Como la justicia social se aleja, siempre nos queda el ejercicio de la desprestigiada caridad. Soluciones individuales ante la falta de colectivas. Convendría seguir el ejemplo del gran Luis García Berlanga en Plácido y sentar a un pobre a la mesa, llevar a un menesteroso en nuestro corazón. O a una mendiga, como es mi caso.
El día en que di por terminado este artículo me la encontré, después de muchos años, en un vagón de la línea 2 del metro. La conocí cuando yo vivía en la calle Rumbau, al lado del teatro Olympia. Entonces ella debía de tener unos cuarenta años. Era frecuente verla pedir por San Vicente y la avenida del Oeste. Aún conservaba restos de mujer atractiva, que fueron desapareciendo poco a poco. Cuando me mudé dejé de verla. Y ahora la tenía enfrente de mí: era una anciana con la cara abotargada, vestida con ropas ajadas, que dormitaba sin reparar en el paso de las estaciones. Me llamaron la atención sus uñas largas y sucias, su decrepitud.
Al reconocerla sentí pena y miedo. Pena porque cualquier día aparecerá muerta en un solar y merecerá un suelto en los periódicos, y miedo por si yo pudiera seguir su suerte. En este tiempo de asesinos nadie está libre de una caída que le lleve a la miseria. Por eso todos vivimos en asechanza los unos de los otros, con la navaja cabritera entre los dientes, temerosos de que cualquier extranjero desaprensivo nos quite el trabajo, y perdamos primero el sueldo, luego la casa y por fin la mujer, y nos desahucien y acabemos guardando cola en Casa Caridad, institución ejemplar que acomete una labor encomiable en favor de tantos olvidados.