VALÈNCIA. Gagarin es mi pastor, nada me falta. En sótanos ocultos me hace descansar, a la tierra húmeda del pozo me conduce, me perdona con su báculo y me lleva por caminos sinuosos haciendo honor a la piel. Aunque yazca en el más oscuro de los agujeros no temeré peligro alguno, porque tú, Gagarin, estás conmigo; tu traje y tu escafandra me inspiran confianza. Me has preparado un banquete de sobras ante los ojos de mis hermanas, has vertido agua purulenta sobre mi cabeza y has llenado mi cicatriz a rebosar. Tu promesa y tu luz me acompañan a lo largo de mis días, y en tu cosmos, oh Gagarin, por siempre viviré. Amén. Ignición. Ground control to Major Christ. Responda por favor. Hoy no va a ser una excepción: como cada día una plegaria terrícola mana de una esforzada garganta o de una mente asustada y quiere elevarse a los cielos en busca de respuestas, de clemencia, de piedad, de soluciones. ¿Qué hay exactamente en el cielo para que apuntemos allí con la mira telescópica de la fe humana? Sobre todo distancia con la suciedad de la corteza del planeta, la cubierta mohosa de un corazón ardiente que solo podemos conocer mediante estaciones de sismografía preparadas para cruzar ondas J. En el cielo hay esperanza y espacio: allí arriba quién sabe. Aquí abajo lo sabemos demasiado bien.
Si nada cambia, y no parece que nada vaya a cambiar de momento -al menos de forma drástica y positiva-, el planeta Tierra y todos sus habitantes humanos seguiremos manteniendo esta relación tóxica abocada a la vertederización de nuestro hogar en el universo. El drama no cesa, y el Homo sapiens no ceja en su empeño de matar al vecino y deshacerse de toallitas arrojándolas al váter y tirando de la cadena. Las religiones tradicionales han alumbrado engendros híbridos que han crecido sobre los cadáveres tumefactos de bellos conceptos científicos profanados hasta la muerte, como la energía, las ondas o las constelaciones. Creencias que se han propagado a la sombra del pensamiento crítico y que se nutren de la descomposición de la razón y que ahora, en pleno siglo veintiuno, campan a sus anchas con una salud envidiable. El cacao mental de muchos es considerable: el sincretismo mágico-pseudocientífico tiene apariencia de verdad, aunque no sea más que un compendio de paparruchas, supersticiones y rumores tan fiable como el horóscopo de la Súper Pop. Iluminados haylos: Pàmies promete curar el autismo con lejía y el cáncer con kalanchoe de su huerto mientras el agua con azúcar curativa que no supera ningún experimento riguroso que demuestre su eficacia se vende en farmacias y se receta en hospitales y los chamanes fumadores de ayahuasca ya superan en mil a uno a las tribus de donde en teoría proceden.
Es de agradecer que en un tiempo como este que vivimos en que la literatura no cesa de producir cataclismos apocalípticos, alguien haya decidido coger todo ese batiburrillo de falsedades para incautos, espiritualidad de bazar y frases de Neil deGrasse Tyson mal entendidas, lo haya pasado por la Thermomix de una buena imaginación, haya vertido la mezcla sobre una cama de realidad trágica y haya rebajado la acidez de la mezcla con un chorro a ojo de humor que permite consumir un libro donde conviven la pederastia, el secuestro, el delirio, un trasunto de Jesús de Nazaret convertido en Primer astronauta, el descubrimiento de la sexualidad, la NASA y una legión interminable de cucarachas primas hermanas de aquellos simpáticos blatodeos de El cuchitril de Joe. El reto no era fácil, pero Ana Llurba (Córdoba, Argentina, 1980) ha sabido sacarle partido a una premisa llena de bordes cortantes y aristas peligrosas, especialmente desconcertante para esta época donde la ofensa ya ha superado al fútbol como deporte rey. Al hilo de las aristas: el sello responsable de sacar a la luz esta particular novedad que porta como tarjeta de visita una fantástica ilustración de Nuria Riaza es de nuevo Editorial Aristas Martínez, especialista en dar cobijo a propuestas que provocan sarpullidos a la mayoría de líneas editoriales.
“Una noche que se había quedado dormida acariciándole la espalda a la hermanita Crista, Estrella soñó que una gran lengua mutante salía de debajo de la Nave. Era delgada y se arrastraba como una serpiente cubriendo la distancia que la separaba de su cucheta. Entonces recorría su cuerpo desnudo hasta acariciarle su cicatriz. Cuando Estrella se despertó alterada, escuchó unos ruiditos intermitentes, orgánicos, como de golpecitos con la palma de una mano contra una superficie de piel húmeda. Entonces, se dio cuenta de que la hermanita Crista ya no estaba a su lado. Intuyó dos sombras reflejadas en una pared de la cocina, alumbradas por una Luna plomiza e indiferente que asomaba por la escotilla. Una de las sombras tenía las rodillas y las palmas de las manos clavadas en el suelo. Estaba a cuatro patas. Y la otra estaba de rodillas. Esta última era la silueta del Comandante”. Ave plateada estelar, ruega por nosotros astronautas. El arte de hacer digerible lo más repulsivo es un arte al alcance de muy poca gente. ¿Quién, por ejemplo, aprecia a las cucarachas aladas? ¿Quién haría de una infestación de cucaracha americana, de una incontrolable colonia de artrópodos granate rellenos de linfa blanca su rebaño en el sentido bíblico de la palabra? ¿Quién les confesaría sus más hondos sentimientos a lo largo de un cautiverio infrahumano y celestial de siete días?
Todos son machos hasta que vuela la cucaracha, se dice por ahí. Pero las protagonistas en busca de la puerta estelar escondida en Betelgeuse de la historia de Llurba no son machos: son niñas, chicas y una mujer bautizada con el nombre de Valentina Tereshkova en honor a la primera cosmonauta que ascendió hasta ese espacio sideral en el que la salvación de los Padres creadores y los Maestros ascendidos aguarda. Pero no perdamos de vista a las cucarachas, auténtica sustancia de la historia, porque ellas heredarán la Tierra. Bienaventuradas las cucarachas porque a ellas pertenece el reino devastado de este relato.