VALÈNCIA. El monarca de las sombras (Random House, 2017) no es un libro cualquiera de Javier Cercas. Es el libro que siempre quiso escribir… pero se le atragantaba. Hacerlo suponía meter las narices en el umbrío pasado de una familia franquista. Su propia familia.
Después de reivindicar el pasado republicano con Soldados de Salamina (Tusquets, 2001) y de exponer los peligros de la sacralización de la memoria en El impostor (Random House, 2014), el escritor extremeño vuelve a la guerra civil española en una novela que baila constantemente entre la acción presente y la pretérita, y que se asienta sobre hechos ciertos, aunque también da cancha a la ficción. En El monarca de las sombras, Javier Cercas trata de recomponer el puzzle biográfico de su tío abuelo, un entusiasta falangista que murió en el frente con tan solo diecinueve años.
-Enfrentarse a un pasado incómodo viene a ser como hablar desde un diván ¿Cómo le ha sentado la terapia?
-Decir que la literatura es catártica es un cliché, pero tiene algo de cierto. Para mí la relación de mi familia con el franquismo era una nebulosa, y quería despejarla. He hecho lo contrario de lo que denuncié en “El impostor”. Allí hablaba de cómo el instinto inmediato del ser humano es enmascarar, edulcorar o esconder debajo de la alfombra nuestro pasado. Es lo que hemos hecho en España con la guerra civil. Es también lo que hizo Enric Marco cuando inventó un pasado heroico para esconder un pasado mediocre. [Enric Marco, protagonista del libro de Cercas, es el nonagenario barcelonés que se hizo pasar por superviviente de campos nazis durante décadas, hasta que fue desenmascarado en 2005]. En España nos hemos inventado muchas cosas. Vázquez Montalbán decía que todos los antifranquistas cabían en un autobús, cuando hay veces que se pinta la cosa como si durante la dictadura todos fuésemos antifranquistas. Esa es otra forma de edulcorar el pasado.
-El libro está lleno de silencios y lagunas con respecto al grado de implicación de su familia en el bando de los vencedores. Este desconocimiento del que partía su investigación, ¿se debe a que no se hablaba de ello en casa, o a que tampoco preguntaba?
-Es que es muy complicado hablar de estas cosas. Yo preguntaba, pero no demasiado. Tampoco tuve mucha relación con mis abuelos, que murieron cuando yo era adolescente. Llegaba alguna cosa a mis oídos, y yo la recibía con angustia y nerviosismo. De hecho, cuando decidí escribir el libro, un primo mío me preguntó si estaba seguro de querer indagar en ese asunto. La literatura es un deporte de riesgo, y yo podía haber encontrado cosas muy desagradables. Pero te aseguro que si las llego a encontrar, las publico. Igual hubiese esperado a que mi madre se muriese, eso sí.
-No debió ser fácil, teniendo en cuenta que su tío abuelo, Manuel Mena, era un héroe no solo en la familia, sino también en su pueblo natal, Ibahernando.
-Al final lo que descubrí sobre él no fue para tanto. Sé que Mena estuvo en primera línea de uno de los frentes más duros de la guerra, porque le tocó combatir en una unidad de élite. También averigüé otras cosas, como que mi abuelo Paco, que yo sabía que había sido jefe de Falange, también fue, aunque por poco tiempo, el primer alcalde franquista de mi pueblo. Después dijo adiós tajantemente, se fue de Ibahernando y se empeñó en que sus hijos no tuvieran nada que ver con la política.
-¿Qué cree que hubiera pasado con Manuel Mena si no hubiese muerto tan joven?
-Lo pensé muchas veces e incluso me planteé meterlo en el libro. El 90% de los vencedores se aprovechó de la victoria para vivir bien, pero hubo una minoría de ellos, como Dionisio Ridruejo -un personaje que no se ha reivindicado suficientemente-, que cuando Franco gana la guerra se da cuenta de que aquello es una estafa como una casa. Pasó a la oposición y, en un gesto insólito, escribió libros en los que reconoce que él contribuyó a crear el monstruo del franquismo, y explicaba cómo funciona para facilitar su desactivación. A mí me hubiera gustado que Manuel Mena hubiese actuado así de haber sobrevivido a la guerra.
-¿Llegó a arrepentirse de pelear junto a los nacionales?
-Él entendió que se había equivocado. Era un soldado perdido en una guerra ajena. Fue al frente pensando que era el cuadro de “Las Lanzas” de Velázquez, con sus vencedores compasivos y los vencidos dignos, pero se encontró con los horrores de Goya, la abyección total, la violencia desatada y sin sentido... Todos los niños van al matadero de la guerra porque los adultos les engañamos con ideas tóxicas. El problema es que se nos ha olvidado lo que es la guerra, y cando te olvidas de eso ya estás preparado para repetirla. Hay que estar atento y tener el pasado siempre presente.
-En un primer momento, su amigo David Trueba, que fue quien dirigió para el cine “Soldados de Salamina”, le desaconsejó escribir otra vez sobre la guerra civil. “¡Te van a dar hasta en el carnet de identidad!”, le dijo. Aunque luego fue el que más le animó a llevar adelante el proyecto.
-Este libro habla de la herencia de la guerra, con la que todos cargamos. El signo inequívoco del tonto intelectual español es el que dice: “¡Oh, no, otra novela de la guerra civil!”. Eso es muy típico de la gente de mi generación, que queríamos ser modernos y la guerra civil nos parecía un coñazo. Queríamos mirar a Europa.
Pero el caso es que hablar de la guerra civil es hablar de la guerra, que es el tema más antiguo de la literatura y seguramente será el último. Además, la literatura no es cuestión de temas, sino de forma. Y sino mira “El Quijote”, un señor que se vuelve loco leyendo libros de caballería, fíjate qué bobada.
-En todo caso, la mitad de la acción transcurre en el presente.
-Es que mis libros no hablan del pasado, sino del pasado como una dimensión del presente. Vivimos en una dictadura del presente, fruto del poder abrumador de los medios de comunicación, que no solo reflejan la realidad, sino que la crean. Para la tele, lo que ocurrió la semana pasada es la prehistoria, y crean la perversión estúpida y ficticia de que el presente se entiende solo con el presente. Pynchon, en su gran novela “El arco iris de la gravedad”, decía que “la solidez de una persona depende de su ancho de banda, de su capacidad para abarcar el pasado”. Y nosotros vivimos con un ancho de banda ínfimo. En cuanto olvidas el pasado, ya estás preparado para repetir los errores históricos, que es lo que nos está ocurriendo ahora.
-¿Estamos, en su opinión, volviendo al clima político de los años 30?
-Sí, de manera flagrante. Creer que la historia no se repite es una ingenuidad ¿Has leído los discursos de Primo de Rivera? Hablaba de acabar con el capitalismo, con los accionistas de grandes empresas… Y los jóvenes caían a sus pies. El falangismo era lo moderno, lo que molaba. La democracia era una cosa aburrida, de vejestorios. Era “charlamentarismo”, como lo llamaba Unamuno. Y ahora estamos volviendo a la política épica y sentimental de entonces. La gran paradoja es que por un lado hemos sacralizado la memoria, y por otra olvidamos más rápido que nunca.
-Hay muchas maneras de manejar la memoria histórica, y la de España dista mucho de la de Alemania, por ejemplo. Allí, a las puertas de las casas donde vivió un judío asesinado, vemos una placa en el suelo que lo recuerda.
-Los alemanes no olvidan el pasado. Son los que lo han asumido con más coraje. Por eso a ellos no les puedes hablar de nacionalismo, porque es el demonio. La política épica, sentimental, redentorista, que está volviendo por todos los lados, allí lo va a tener mucho más difícil. La clave de nuestros problemas con el pasado es que, mientras en Alemania están más o menos de acuerdo con lo que ocurrió, en España no nos podemos de acuerdo ni en un mínimo común denominador.
-¿Se refiere al hecho de que todavía haya quien ponga en duda que el levantamiento nacional fue un golpe contra un gobierno legitimado en las urnas?
-Exactamente. Es que ni en ese mínimo nos hemos puesto de acuerdo ¿La República era un paraíso? No, por supuesto que no. Pero lo que hubo fue un golpe de Estado militar organizado por la oligarquía y la Iglesia. Venimos de una democracia que se rompió, no solo con la ayuda del ejército, sino de una parte importante de la sociedad civil -entre ellos mi familia-, a quienes la oligarquía les convenció, aprovechando muy hábilmente los errores de la República, de que la democracia no servía y había que acabar con ella por medio de la violencia. No debería haber dudas acerca de que la República tenía la razón política de su parte.
-¿Y la razón moral?
-Está claro que no todos los republicanos eran moralmente buenos. Hubo miles y miles de curas y monjas asesinados a sangre fría. Todas las buenas causas, sin excepción, tiene sus canallas. Y a la inversa. Mucha gente que estaba en el lado equivocado políticamente, como Manuel Mena, lo hicieron de buena fe. Pensando que aquello era la solución. Ochenta años después es muy fácil juzgar, pero un niño de 17 años de un pueblo de Extremadura, cuando estalla la guerra es capaz de creer en su causa hasta el punto de irse al matadero. Entonces no se sabía que esos valores estaban equivocados. Y yo no tengo ninguna razón para pensar que soy moralmente mejor que ese chaval.
-¿Ha cambiado este libro la visión que tenía de su familia?
-Ha cambiado mucho. Ahora la entiendo mejor. Entender los errores no significa justificarlos, más bien al contrario. Entender el mal es la única manera de poder combatirlo.