VALÈNCIA. Una vieja mató un gato con la punta del zapato. El conejo de la suerte ha venido esta mañana a la hora de dormir, oh, sí, ya está aquí, haciendo reverencias con cara de vergüenza: tú besarás al chico o a la chica que te guste más y si no pagarás una prenda de vestir. En la ca-lle-llé veinticua-tro-tró, ha habi-do-do-dó un asesina-to-tó. Toma tomate tómalo. Don Federico perdió su cartera para casarse con una costurera. El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja, como los demás. En la dimensión de lo lúdico, el sentido no tiene sentido, y no importa. Los juegos tienen reglas, pero jugar no. El Homo ludens que definía Huizinga hace del mundo su campo de juego y juega y juega sea cual sea la circunstancia: un viaje es menos largo si en la ventana hay una mancha que podemos convertir en personaje que salta de elemento en elemento del paisaje; si llueve, apostaremos en carreras de gotas, si no, buscaremos matrículas capicúas, contaremos coches de un color, tomaremos las curvas aplastando al hermano o primo del lado de la fuerza centrífuga, aguantaremos la respiración en los túneles. Por la calle evitaremos pisar las líneas o justo al contrario, las seguiremos como si fuesen pistas urbanas, tratando de conectar sus ramales para que nos lleven hasta nuestro destino, comprobaremos cuánto tiempo podemos caminar con los ojos cerrados, nos concentraremos en la nuca de la persona de delante para ver si podemos provocarle alguna sensación que nos revele que la realidad es menos prosaica de lo que creíamos, que todavía se guarda secretos que nos salvarán de aquel Kame Hame Ha que nunca se encendió entre las palmas de nuestras manos.
Se pueden jugar partidos de fútbol con el cronómetro de un reloj Casio. Se puede hacer un oráculo doblando un folio en base a unas instrucciones precisas. Se puede convertir el suelo de tu casa en lava. Se puede invocar a una mosca muda y castigar con un moscardón. Se puede besar por mandato de una botella. Se puede gritar uno, luego equis y luego dos con el agua del mar por la cintura. Se puede jugar a las tinieblas. Se puede escapar de una gallinita ciega. Se puede meter una bala en el tambor de un revólver, hacerlo girar y confiar en mantener la cabeza de una pieza tras apretar el gatillo. En lo que a jugar se refiere, la única frontera es la imaginación y la falta de prejuicios hacia uno mismo: nunca deberíamos considerarnos demasiado mayores para jugar, porque el impulso lúdico es una aspecto fundamental de la naturaleza humana. ¿Qué es el deporte sino un juego estandarizado? Damos vida a palos o a piedras para contarnos historias cuando pequeños, y aún desplegamos cartas o fichas de dominó para librar una batalla sobre el tapete cuando ya estamos al borde del armisticio en la guerra de la vida. Y qué decir de la poderosísima industria de los videojuegos, de la sofisticación y variedad de los juegos de mesa más actuales o de la proliferación de las escape rooms. O del magnetismo electrizante de las luces de la feria y su promesa de cosquilleos. Quién no ha tenido ganas de saltar dentro de un castillo hinchable incluso con edad suficiente para tener hijos que lo hagan.
Jugar es también una reacción: jugamos para olvidar momentáneamente la reforma laboral, las hipotecas -las económicas y las otras-, las decepciones que no regalan los demás y las que se cargan en nuestra cuenta, la destrucción del bienestar -si llegaste a tenerlo-. Jugamos contra el tedio, sobre todo, y contra la homogeneización de las posibilidades. Quizás esta época demande más juego que otras; eso parece indicar la gamificación de casi cualquier aspecto de la vida. Quién sabe si esta década será responsable de esta fabulosa Invitación al tiempo explosivo, manual de juegos firmado por Julián Lacalle y Julio Monteverde, e ilustrado por Arnal Ballester: los juegos que aquí figuran nos proponen sembrar la calle de comillas para despojar de todo atisbo de seriedad los mensajes del poder que se exhiben en los lugares públicos, la búsqueda colectiva de objetos en rastros para ensamblar un objeto superior, calcular en qué punto exacto de un recorrido nos cruzaremos con un desconocido y en caso de acertar, hacérselo saber con un gesto extravagante, convocar una manifestación poblada de banderas del mismo color del cielo ese día, adentrarnos en el mar de espaldas con la ayuda de un espejo, decorar la bombona de butano y devolverla al butanero para que la ponga de nuevo en circulación, dejar una fotografía en remojo veinticuatro horas, bebernos el líquido antes de dormir y a la mañana siguiente registrar lo soñado, disputar un partido de fútbol a tres bandas en el que lo esencial sean las alianzas y el no encajar goles, disfrutar de un banquete de productos escogidos por la extrañeza que provocan, atravesar todas las salas del Louvre en el menor tiempo posible, atacar psíquicamente a un objetivo, intentar quedar con alguien en el plano astral.
Dadaístas, surrealistas, la Internacional Situacionista, Fluxus, el Zaj, Luther Blissett, Oulipo o Provo son algunos de los grupos de ingenio artífices de los juegos que este volumen recoge y que solo esperan de nosotros que soltemos lastre mediante la experiencia de lo lúdico. Conocido el libro, que no solo se lee, sino que se practica, no será de extrañar que se despierten las ganas de crear y compartir un juego de invención propia, que siempre se podrá encartar en la edición de Sexto Piso, y que podría sugerir, por ejemplo, una tentativa de disrupción del tiempo consistente en encontrar, camino de las obligaciones diarias, al menos, a tres personas seguidas que no caminen mirando el móvil, una ventana elevada en la que nunca antes se haya reparado, un mensaje en la pared con el que nos identifiquemos, una planta creciendo en un lugar inesperado, a alguien con los ojos hinchados, un rostro en algún elemento del paisaje que no sea humano o animal, una forma particular de andar, un aroma familiar, un vestigio de un recuerdo, un escondite. Asígnese un punto por cada hallazgo.