Más de diez mil personas acudieron a escucharle en el Festival de Guadalajara
VALÈNCIA. Primero se anunció una masterclass en la sala principal del recién inaugurado Conjunto de Artes Escénicas de la ciudad, con capacidad para mil ochocientas personas. Ante la petición de entradas, se confirmó un segundo encuentro con el público en el mismo lugar, al día siguiente. Y, finalmente, para poder satisfacer la demanda, el Festival Internacional de Cine de Guadalajara habilitó hace unos días el Auditorio Telmex, con capacidad para más de ocho mil espectadores, con objeto de que pudiera ofrecer una tercera charla. Es Guillermo del Toro Superstar. El mismo espacio donde actúan Luis Fonsi, Carlos Vives o Luis Miguel, ocupado por un director de cine para hablar de su trabajo. Inaudito. Incluso aunque jugaba en casa (nació en la ciudad), llama la atención el revuelo creado por el responsable de La forma del agua (The Shape of Water, 2017), que apareció en el escenario enarbolando los Oscars a mejor película y mejor director (los “gemelitos”, como los llamó) y fue recibido como una gran estrella por un público puesto en pie y que le vitoreó sin descanso. Aunque abandonara México hace ya muchos años para labrarse un futuro en Hollywood, Del Toro es profeta en su tierra.
El primero de los encuentros multitudinarios organizados por el festival tuvo una primera parte en la que el cineasta compartió conversación con el veterano crítico local Leonardo García Tsao. El objetivo era repasar su trayectoria, desde los primeros cortometrajes que realizó con escasos medios en su ciudad natal hasta llegar al triunfo en los premios de la Academia, pasando por Cronos (1993), una inteligente opera prima donde daba una vuelta de tuerca al tema vampírico, y por títulos de especial relevancia en su carrera, como El laberinto del fauno (2006). Pero fue imposible. Por un lado, Del Toro venía directamente de recoger las estatuillas, por lo que La forma del agua acaparó la atención en la charla. Por otro, llegado el momento en que se permitió la participación del público, la dinámica del evento quedó fuera de control y los fans, como si tuvieran delante a Justin Bieber, se adueñaron de la función entre elogios desmedidos, peticiones, ofrendas (hasta peluches le lanzaron) y agradecimientos de toda índole, la mayoría de ellos relacionados con el origen del ilustre invitado. En total, hora y media durante la que Del Toro desplegó hábilmente su encanto, su paciencia y su discurso torrencial. Estas fueron algunas de sus declaraciones más destacadas.
“En los aviones veo las películas sin sonido. De hecho, la primera versión de La forma del agua era muda y en blanco y negro. El color era un peón de ajedrez que sabía que tendría que sacrificar de cara al estudio para ser razonable. Les planteé que quería rodar la historia de una mujer muda, que puede ser humana o no, enamorada de un hombre pez encerrado en un laboratorio del gobierno. Una mezcla de musical, comedia y melodrama. Y en blanco y negro. Me preguntaron si podía ser en color y dije: ‘claro, claro’ (risas). Además, en blanco y negro hubiera sido un pastiche, una película demasiado autorreflexiva, y no era lo que quería, así que resultó muy sencillo codificar los colores como parte del lenguaje del film. Me gustaría que todas mis películas se pudieran entender sin diálogos, solo a partir de los movimientos, las actitudes, la actuación, el color, la luz”.
“Me interesa mucho el lenguaje del cine. En los últimos años se habla, sobre todo, de los dos elementos que comparte con otras formas narrativas, pero que para mí son los menos interesantes a nivel cinematográfico: el argumento y los personajes. Stanley Kubrick dijo una vez que la capa donde realmente vive el cine es infinitamente más misteriosa. No es el qué, sino el cómo. Pero seguimos hablando sobre qué tratan las películas, qué le pasa a quién. Rara vez se discute en términos plásticos, como hacemos con la pintura. Imaginemos un Van Gogh. ¿Qué es? Pues es un cuarto, hay una cama, una pared… Así hablamos del cine, cuando lo que importa es el vigor del trazo, la composición del color, el componente emotivo de la luz… Todo lo que debería discutirse a fondo, no se discute”.
“En Blade II (2002), me reuní con Gabriel Beristain, el director de fotografía, y me propuso hacer la noche en tonos amarillos y el día en azules. Me pareció genial, porque para un vampiro, el día es la noche y viceversa. De este modo codificas la película. En La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015), el rojo significa el pasado y el pecado, mientras que en La forma del agua representa el amor. Cuando la protagonista hace el amor con el dios anfibio, el rojo empieza a aparecer en su entorno. El azul, que era el mundo viejo en La cumbre escarlata, aquí únicamente lo usamos en su apartamento, para resaltar el hecho de que ella es acuática, y probablemente no humana: Sueña con agua, cocina con agua, encuentra el placer matinal en el agua y su casa es azul, con manchas de humedad, como si hubiera estado sumergida. De hecho, el grabado La gran ola de Kanagawa, de Katsushika Hokusai, está reproducido en una de sus paredes mediante manchas de humedad. El dorado, el anaranjado, el amarillo, se usan para el resto de las casas, son colores cálidos, de aire y sol. Nadie más pertenece al agua. Y el verde es el futuro. De esa manera clasificamos los colores en la película”.
“Todas mis películas hablan de pérdida y de nostalgia. La forma del agua es la primera que contiene esperanza. Es curioso, porque los últimos cinco años fueron muy duros para mí, por diversas circunstancias, y la película ha llegado en un momento muy difícil, en que necesitaba un ungüento para el alma. Ha sido una de las películas más complicadas de hacer, pero quería que fuera como una de esas canciones que, cuando suenan en la radio del coche, les subes el volumen a tope y te pones a cantarlas. Esa es la sensación que quería que la gente tuviera con la película. Que hubiera belleza por encima de todas las cosas. El arte debe generar belleza y misterio. Si consigues eso, ya está. Lo que compartimos con la televisión y el teatro, la dramaturgia, es interesante, pero lo es mucho más la posibilidad de emocionar, como también sucede con la música”.
“La violencia capaz de provocar una reacción del público tiene que proceder de lugares poco usuales. En todas las películas apuñalan a alguien, pero no sientes nada. O aparece lo que yo llamo ‘la herida de Bruce Willis’, ese característico corte en la frente con el chorrito de sangre. O te disparan en el hombro. Ni duele, ni te importa, ni te implicas. Pero si te clavan un destornillador en la rodilla… ¡Ay, la rodilla! (risas). O la lanza en el sobaco de El laberinto del fauno. Siempre me planteo dónde me dolería a mí. En La forma del agua, El laberinto del fauno y El espinazo del diablo (2001), las heridas evolucionan para hacer monstruosos a villanos originalmente inmaculados. Los tres se van descomponiendo poco a poco, de manera visual, sin palabras, como en el caso de los dedos podridos de Strickland (Michael Shannon)”.
“Para mí, La forma del agua se hilvana con imágenes de Hellboy (2004), y a nivel temático, con El laberinto del fauno. De algún modo, redondea mis nueve películas anteriores. La unión de varios personajes incompletos con un objetivo común estaba en El espinazo del diablo y Hellboy. Y en Hellboy II. El ejército dorado (Hellboy II: The Golden Army, 2008) ya hay una historia de amor con un hombre anfibio, primo hermano del de La forma del agua. Es inevitable, de igual modo que cuando diseñas un mono gigante el modelo es King Kong, la estirpe de mi anfibio es la de La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), ambos tienen el mismo ADN. Cuando era niño, en el Canal 6 de la televisión local, todos los domingos programaban películas de la Universal. Descubrir la imagen hermosísima de la criatura me impresionó, y la estuve dibujando durante mucho tiempo”.
“A nivel narrativo, los mismos elementos que constituyen el fracaso, constituyen el éxito. Si no te da miedo lo que vas a contar, es muy probable que no provoque emoción a nadie. Es lo que pasó con el número musical de La forma del agua. Te das cuenta de los momentos que van a tener una gran potencia en una película porque cuando llega el día de filmarlos, te preguntas: ‘¿Pero qué estoy haciendo?’ (risas). Llegamos al set y allí había cincuenta músicos canadienses esperándonos, vestidos con smoking blanco, dispuestos a tocar, y de repente entran una mujer muda y un hombre pez. Le pregunté a los músicos: ‘¿A que esta es la fiesta más rara donde han tocado?’ Pero hay un momento en que la fe te dice que debes seguir adelante. Ha habido situaciones en otras películas en que la gente no ha reaccionado bien a esos momentos, porque a veces el cálculo falla, y eso es terrible”.
“La singularidad de La forma del agua es que combina elementos que no suelen ir juntos nunca. Cuando me preguntan qué películas vi para prepararla, siempre digo que fueron melodramas de Douglas Sirk y William Wyler. Porque no tiene sentido ponerse a ver películas de monstruos. Es un melodrama sobre un hombre pez y una mujer muda. Si para hacer una película fantástica consultas cine de género, el resultado solo será un eco”.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz