VALÈNCIA. Cada cual es con sus libros un poco como lo es con las personas. Hay quien lo cree así. Una biblioteca es como una familia: empezó antes que nosotros, con esos libros que tenemos sin recordar o saber por qué o por quién, y nosotros la seguimos, le damos continuidad. Solo con nuestra existencia la familia sigue, la biblioteca sigue. Con los libros que adquirimos, encontramos, nos prestan o tomamos prestados. En toda biblioteca hay favoritos. Y mimados. Y figuras que imponen respeto, porque las hemos tratado y sabemos de su carácter o porque todavía no lo hemos hecho pero tenemos noticia de las experiencias de otros con ellas. Hay volúmenes a los que nadie chista, volúmenes con autoridad catedralicia que soportan bien el paso del tiempo y las críticas, que se saben superiores a otros congéneres y no están dispuestos a compartir su anaquel con cualquier advenedizo; volúmenes imponentes que han ganado en elegancia con la edad y que conviven con volúmenes anticuados con los que ya nadie quiere tener demasiada relación pero que se dejan ahí porque qué vamos a hacer con ellos: Desprenderse de un libro, como de un familiar, no es cosa fácil. Sobre todo, si ha tenido un peso específico en nuestro desarrollo. Puede que sus ideas resulten irritantes con la perspectiva de los años, que las mismas historias que en otro tiempo nos llenaron de furor adolescente ahora se nos antojen ingenuas, fantasiosas, desubicadas, poco realistas, impostadas, engreídas. ¿En que estaba pensando?, pensaremos. ¿Por qué me generaba tanta admiración?
Por otra parte hay ejemplares a los que siempre se puede recurrir para pasar un rato ligero y evadirse de las preocupaciones, esos lomos que conocemos a la perfección y de los que no esperamos mas de lo que tenemos la certeza que nos van a dar. Libros primos que siempre están en buena forma, que gozan de un aspecto juvenil o que han sido al menos premiados con el don de una madurez lozana: sus cubiertas se diseñaron en esas épocas, como los ochenta, que pueden parecer arcaicas o futuristas en función de la década desde la que nos acerquemos a ellas. En toda biblioteca y en toda familia habrá también un personaje al que envidiamos, que generará en nosotros esa irresistible atracción del abismo: en años de norma y regularidad nos cautivará su satrapía, en rachas de caos envidiaremos su valentía y habilidad para levantar una cabaña en el bosque en la que refugiarse del ruido, la rutina y lo conocido. En toda familia y en toda biblioteca hay un alguien cuyos impulsos oscuros nos preocupan y atraen: un objeto querido pero aterrador, deteriorado pero bello, garantía de un minuto cumbre y cincuenta y nueve de dolor. En toda biblioteca hay un ser estrafalario que parece fuera de lugar pero que está porque tiene que estar, porque hay una buena razón como un cariño enquistado y poco útil que se niega a desaparecer. Y también hay siempre un ilustrado. Y un gordo. Y un flaco. Y un aburrido, un intenso, un místico, un círculo de amigos, un incomprensible, un pícaro, un incomprendido, un adelantado a su tiempo, un moribundo, varios representantes de la infancia, un modelo a seguir, un modelo a evitar.
En una biblioteca hay todo eso, porque una biblioteca, si es consentida, llega a ser un hogar. La Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon, si no es una invitación a su casa, es al menos un croquis de su recibidor, una fotografía del comedor, un vistazo rápido al interior del armario. En este libro editado de maravilla por su editor Víctor Gomollón -Jekyll & Jill al unísono-, que ya tiene experiencia con Halfon desde que saliese Saturno -del que ya hablamos por aquí también-, el autor guatemalteco demuestra de nuevo que como él afirma, no es lo mismo escribir que ser escritor, pero que en su caso ambas opciones son correctas, y que por si fuera poco, o como no podía ser de otra manera, es un bibliófilo. Es un bibliófilo que como nos cuenta, se viste con el entusiasmo con el que solo se vestiría un bibliófilo al que han comunicado que se está desmantelando una biblioteca y que quizás pueda dar con un nuevo integrante para la familia. Es un bibliófilo Halfon que nos regala la posibilidad de conocer a un norteamericano de nombre Bruno Sanders -”un viejo bestial”- que decidió llevar más allá el vacío perfecto de los anuncios de libros dentro de libros escribiéndolos por sus propios medios. Sanders convertido en Launcelot Canning. Sanders convertido en Piovasco de Rondó. Sanders convertido en Peter Kien, en Ceferino Piriz, Kilgore Trout, Eusebius Chubb, Clare Quilty. Si uno no es un bibliófilo interesado por la genealogía literaria, no puede saber de estos primos lejanos.
Halfon y la biblioteca, Halfon y la familia. En Saturno era hijo, aquí es padre. La familia reproduciéndose en páginas queramos o no, pasando por encima de nuestra voluntad, extendiéndose fuera de nuestro alcance. Y un escritor dejando testimonio de ello. Y la biblioteca que va creciendo como un hongo.
Historia de un pistolero de portada
Lo primero que hace uno cuando se enfrenta a esta Biblioteca bizarra es batirse en duelo: sobre los pantalones rojos, una camisa amarilla, sobre la camisa amarilla, una sonrisa amenazadora de mona lisa con olor a pólvora y a metal sudado en las manos. El guardián del último libro de Halfon bien merece este apéndice: la fotografía es de Jean-Marie Simon, reportera que retrató la Guerra Civil de Guatemala. Simon inmortalizó esta imagen en la carretera a Esquipulas, mientras acompañaba al guardaespaldas de la campaña electoral de Mario Sandoval Alarcón, fundador del Movimiento de Liberación Nacional y padrino de los temidos escuadrones de la muerte. Cuenta Gomollón que miraba un libro de fotografías de Simon en casa de Halfon cuando el pistolero llamó su atención, y al enseñárselo a Halfon, este exclamó que ese instante emulsionado en mil novecientos ochenta y uno sería la cubierta. Por suerte la autora se encontraba firmando ejemplares aquella tarde en la Feria Internacional del Libro de Guatemala en que Saturno, de Halfon, se presentaba también. Simon autorizó el uso de la fotografía en la edición española del nuevo vástago en celulosa de Eduardo Halfon. El resto es historia, anécdota, biblioteca.