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La nave de los locos  / OPINIÓN

El olvido habitaba en el Sur

Media vida dando tumbos para descubrirlo. Ahora lo sabemos: el Sur es nuestro destino para desaparecer. El Sur nos ofrece una promesa de olvido para quienes huimos del pasado. El sur del Sur, Cádiz, tierra tan querida como linda, abre sus abrazos para acoger a los fugitivos como yo      

26/08/2019 - 

VALÈNCIA. ¿Por qué no marchar hacia el Sur y perderse para siempre? ¿Por qué no caer, de una vez por todas, en la tentación de desaparecer? Decidme, entonces: ¿por qué no cerrar la casa, meter los restos de una vida y una hacienda en una mochila y coger el primer tren al Sur?

Cruzado el ecuador de la vida, hemos aprendido a desconfiar de las ilusiones. Lo prudente es permanecer ciegos y sordos cuando una esperanza pasa a nuestro lado. No más dolor, no más decepciones. Y así vamos vallando el campo de la existencia para que no entren extraños que pongan a prueba nuestra firme voluntad de ir haciéndonos invisibles con el paso de los años. 

El Sur, sí, el Sur era la última carta que nos quedaba en la manga. Y lo ignorábamos. Ahora hemos descubierto que el olvido habitaba en el Sur. El Sur es nuestro deseo de alejarnos de lo que algunos desaprensivos llaman realidad. Mala gente que camina y ensucia la tierra que pisa con su moralina envenenada y su conformismo chato. 

El Sur está hecho para los desganados y los solitarios como yo. Allí me espera un rincón tranquilo para morir. Quiero que cuando pregunten por mí en València, nadie sepa dar razón de mi persona. Quiero ser polvo en la memoria de los demás. Y como les sucede a los muertos a los que quisimos en vida, quiero que mi rostro se vaya desdibujando como las promesas de dos enamorados, hasta ser irreconocible a los míos.

 El Ayuntamiento de Cádiz, en la plaza San Juan de Dios de la ciudad.

La gracia del pueblo gaditano

En Cádiz, una isla a la que le impiden serlo, he de vivir mis últimos días felices callejeando por el barrio de la Viña, mientras mi piel blanquecina se empapa de la humedad de la Bahía y de la gracia salerosa del pueblo gaditano. 

A Cádiz debo ir para sumar mi naufragio al de tantos marineros muertos en sus aguas. A todos ellos se les recuerda como si estuvieran vivos y fueran a presentarse en casa, a las dos de la tarde, a comer un plato de pescaítos fritos, acompañado por una ensalada de tomates de Conil y de caballa. 

Cádiz, tacita de plata, esquina de Europa, balcón a África; Cádiz, la fenicia, la romana, la visigoda, la mora; Cádiz, tierra de frontera y de mestizaje, en donde aún puede escucharse el lamento del Conde Don Julián, el primero de una fecunda lista de traidores a España. 

Más cercana a nosotros en el tiempo, la Cádiz liberal que resistió a los franceses. Visitaré el oratorio de San Felipe Neri, lugar donde se celebraron los debates que llevaron a aprobar la Constitución de 1812, la Pepa, de efímera vida como todo lo bueno que se hace en este país. Cádiz, liberal y masona, abierta a América, tan inclinada a la bullanga, la guasa y la alegría; Cádiz, la ciudad de los carnavales y las chirigotas. 

Esa es la Cádiz que he elegido para que nadie me encuentre, para perderme como un gaditano más bebiendo unos finos en alguna taberna, junto al mercado central, oyendo las chanzas de los paisanos en un idioma que se parece al mío, hasta cierto punto. Subiré a la torre Tavira —el Micalet gaditano— y divisaré la ciudad. Aplaudiré a una joven gitana que baila flamenco a los pies de la catedral barroca. Por la tarde dormiré la siesta en un banco de la Alameda con la compañía de un borrachín y un centenar de palomas, y esperaré a que una gaviota me pique la narizota para despertarme. 

Interior del oratorio de San Felipe Neri en Cádiz, donde se aprobó la Constitución de 1812.

El mar y las playas de Cádiz 

Cádiz y sus playas, la de la Caleta, la de Santa María del Mar, la de Cortadura. Dichoso aquel al que Dios le ha reservado un pedazo de arena para contemplar el océano Atlántico. Cádiz y el mar, la mar, esa mar cantada por Rafael Alberti, gaditano universal, cuya casa se puede visitar en la calle Santo Domingo, en el Puerto de Santa María, pueblo antiguo de marineros y de bodegueros, asiento de bares como La Aurora, en el que un camarero gordinflón y amable te sirve un fino tras otro y tú crees haber tocado el paraíso, sentado en una terraza, viendo salir de misa a los feligreses de la basílica de Nuestra Señora de los Milagros. Porque los gaditanos son muy devotos, y en muchos bares las paredes están empapeladas con estampas de vírgenes y santos. 

A Cádiz hay que ir a vivir y a morir. Y a pasear por la calle Real de San Fernando, cuna del gran Camarón de la Isla, y a Chiclana y a Rota y a tantos sitios en los que Dios puso lo mejor de sí mismo en alguno de los seis días de la creación. 

No elegimos donde nacemos, pero nos han dado la libertad de escoger dónde moriremos. Cádiz se ha ganado, por justicia, ser mi estación de término. Sólo espero que el viaje sea aún largo, jalonado de numerosas paradas, y así poder disfrutar del cielo, el sol y la mar gaditana, que son la Santísima Trinidad a la que me acojo como creyente en la Belleza, en estos días empapados de un agosto agonizante. 

Cádiz, esquina de Europa y balcón a África, tan inclinada a la bullanga y la guasa, famosa por sus carnavales, es la ciudad elegida para que nadie me encuentre

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