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La nave de los locos / OPINIÓN

El fin de la literatura

Se acerca el fin de la literatura tal como la hemos conocido: el arte hecho con palabras libres que no necesitaba servir a ninguna causa. Los nuevos moralistas censuran libros y autores, siempre por nuestro bien. Quieren catequistas, y no escritores, para difundir su evangelio democrático e igualitario  

24/12/2018 - 

Cuando llega la odiosa Navidad, con sus falsos deseos de fraternidad y su consumo desaforado, me acerco al centro de València para comprarle un regalo a mi sobrino. Espero a Reyes para entregárselo porque detesto a Papá Noel, un tipo ciertamente despreciable. Regalo libros o ropa pero nunca cachivaches electrónicos porque de ellos andan sobrados los niños de hoy.

Este año tocaba libros (de papel). Para alguien que está aprendiendo a leer, qué mejor regalo que unos cuentos de toda la vida. Con sorpresa descubrí, revisando los estantes de algunas librerías, que esos cuentos no eran como me los habían contado. El lobo no se comía a Caperucita, que se había hecho feminista; la Cenicienta no quería comer perdices y había mandado a paseo al príncipe azul; la Bella había hecho lo mismo con la Bestia y los tres cerditos eran en realidad dos cerditos y una cerdita, y el lobo era un animal muy bueno y bobalicón, y así los niños (y las niñas) no se traumatizaban y seguían viviendo en un mundo entre algodones, ajenos al frío de la vida, antes de recibir el primer manotazo de la puta realidad.

Me costó encontrar cuentos sin cambios en los finales originales. Luego me enteré de que algunas editoriales, presionadas por asociaciones de consumidores y feministas, se veían obligadas a modificar el sentido de los relatos para no ser acusadas de sexistas ni machistas. Si esto ocurría con la literatura infantil o juvenil, qué no pasaría con la dirigida al público adulto, me dije.

La ‘buena’ literatura sirve a las buenas causas

Si tenía dudas, mi amigo Vladímir me las aclaró. Alumno aplicado en un máster de igualdad de género, impartido en una universidad valenciana, me hizo ver, en tan sólo diez minutos de café, que el mundo ha cambiado, y esto incluye a la literatura. Seguidor de feministas como Laura Freixas, mi amigo defendió el carácter didáctico, pedagógico y cívico de la literatura actual. La buena literatura, me aseguró antes de despedirse, sirve a las buenas causas.


Tal vez Vladímir tuviese razón. De acuerdo con su razonamiento, cada día más extendido en los centros de poder ideológico y cultural, la buena literatura se legitima si contribuye a hacer de los lectores buenos ciudadanos, demócratas impecables, hombres y mujeres comprometidos con la igualdad y la solidaridad. La mala literatura (que hay que extirpar como si se tratara de mala hierba) es aquella que perturba y entretiene, cuestiona las verdades aceptadas, ofende, coquetea con el mal y se ríe de las leyes de los hombres. Esta literatura tiene los días contados si hacemos caso a Vladímir. Los nuevos moralistas oficiarán su funeral.

Del canon habrá que eliminar al antisemita Quevedo, al putero Baudelaire, al homófobo Cela, al machista Hemingway, al violador Neruda y al racista Faulkner

Mientras llega el día no muy lejano de ese entierro, conviene revisar el canon literario para expurgar todos aquellos nombres que rechinan con los ideales democráticos de una sociedad avanzada e igualitaria como la nuestra. Al basurero de la Historia habrá que enviar, en principio, al antisemita Quevedo, al putero Baudelaire, al homófobo Cela, a los machistas de Hemingway y H. Miller, al violador Neruda, a los fascistas Céline y Pound, al racista Faulkner y al pederasta de Antonio Machado (¡a Gil de Biedma ni me lo toquéis!), y así a un largo etcétera de escritores que nunca pasarán la prueba del algodón de la nueva censura. 

Aquiles, representante del colectivo ‘gay’

Esta operación de limpieza poética se completará con una reinterpretación de las grandes obras de la literatura universal para que todas reflejen la diversidad racial, afectiva y sexual de nuestras sociedades multiculturales. Y así, en la Ilíada un Aquiles enamorado de Patroclo defenderá la causa del colectivo LGTBXYZ. Ulises, en la Odisea, se convertirá en un transexual en permanente búsqueda de su Ítaca particular; Hamlet, por supuesto, será afroamericano (lo que antes se llamaba negro) y Ana Karenina descubrirá que es bisexual antes de lanzarse a las vías de un tren.

Y si todo esto no hubiera sido suficiente, todos lo que aspiren a un certificado de buena conducta literaria habrán de leer, al menos dos veces al año, a Antonio Muñoz Molina, Isaac Rosa, Almudena Grandes y Rosa Montero. (A estas dos últimas deberían darles el próximo Premio Cervantes ex aequo por las buenas intenciones que inspiran sus novelones).

Llegados a este punto, la literatura se habrá transformado en una actividad inofensiva y administrativa, propia de burócratas que fichan a las ocho de la mañana; a su vez el pasatiempo de escritores de fin de semana que siguen empeñados en salvar el mundo y, de paso, salvarnos a nosotros de la funesta costumbre de pensar por libre y de leer los libros prohibidos que nos plazcan porque no aspiramos a ser redimidos por nadie, tan sólo a dejarnos seducir por una historia, no importa si es amoral, con tal de que esté deliciosamente escrita.

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