VALÈNCIA. Lo más terrible. “Allí había tenido lugar lo más terrible”. Miguel Ángel Hernández repite la fórmula varias veces ante su público en la librería Ramon Llull. La entona por vez primera en la página cuarenta y uno de su novela. Lo más terrible. Lo más terrible sucede una noche de diciembre en la huerta murciana. Miguel Ángel ha encerrado al diablo en un conjuro, en un jarrón hermético de palabras: “hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco”. Así condensados, los hechos se transforman en otra cosa: la energía y sus relaciones pueden sintetizarse en fórmulas. La muerte también. “La muerte reclama su sitio en todo lo que escribo”, asegura el autor al poco de dar comienzo su novela El dolor de los demás (Anagrama, 2018). Pero la muerte reclama su sitio en su obra, y en cualquier otra obra, porque la muerte es el único tema: a medida que vamos despejando las incógnitas de las ecuaciones se empieza a perfilar un único resultado, el gran misterio. Quien escribe sobre amor escribe sobre la muerte porque sin la promesa de que perderemos o seremos perdidos el amor no existiría. Al menos no tal y como lo conocemos. Sobre viajes se escribe desde la temporalidad, desde la sospecha de que quizás nunca volvamos al lugar sobre el que escribimos, desde la certeza de que aunque volvamos ya no será ese lugar como lo fue en ese momento. La muerte, nuestra aproximación más auténtica a la verdadera naturaleza del tiempo, es la esencia misma de la literatura.
Es Nochebuena en mil novecientos noventa y cinco. El cuerpo de la Rosi yace sobre un charco de sangre. Su hermano Nicolás, cinco años menor, ha desaparecido. El padre de ambos responde a los vecinos con una fórmula que hiela la sangre por su simplicidad. ¿Qué ha pasado? “Nada..., que a mi Rosi la han matado. Y se han llevado a mi Nicolás”. La tragedia ha tocado tierra como un rayo de noche, el limbo en el que sucede el dolor cuando no nos sucede todavía ha hecho contacto con la realidad de una familia; se huele el ozono de la incomprensión, del asombro, de la incapacidad para dar forma a lo ocurrido. ¿Qué ha pasado? Nada. Lo más terrible. Cada vez que Miguel Ángel se refiere de esta manera a los hechos que dan pie a su última historia publicada pierde por un momento la compostura; es un temblor casi imperceptible, una flojera en la garganta y una mirada que apunta hacia abajo y vibra. El dolor debe haber manado como liberado de la clausura de un pozo de petróleo subterráneo. El dolor ha aflorado en la superficie y lo ha dejado todo perdido, ha manchado el papel como un bolígrafo cuando se rompe y lo queramos o no, termina por impregnarlo todo de tinta: el dolor propio se ha transferido y ha revivido el dolor de los demás. Era inevitable, y Miguel Ángel lo sabía. Pero el dolor no es patrimonio de nadie. Y cada uno hace lo que puede con él.
Según se nos dice, fue el escritor Sergio del Molino, autor de Lo que a nadie le importa, quien estimuló la creación de esta novela que sabe a Capote si uno pasa por encima de ella en vuelo rasante, pero que se desarrolla en su propia dimensión por obra de una poderosa voz propia mediante golpes secos: la historia no pide artificios, la historia pide sinceridad, cercanía. Se va a abrir la caja de Pandora, las heridas se van a abrir también, se va a echar sal. ¿Cómo se hace eso cuando uno es un escritor muy leído? ¿Se tiene derecho? ¿Hay una manera correcta de acercarse al dolor ajeno? ¿Cómo se toma la decisión de obligar a otros a revivir lo más terrible? En ese sentido, todo está por descubrir. En mitad de la presentación que conduce Paco Inclán una mujer pide la palabra y confiesa que ha acudido al acto solo por el título del libro. El dolor se hace visible en sus palabras. A nadie le importa el dolor de los demás, advierte. Probablemente no sea cierto, aunque ella lo esté viviendo así. O sí. ¿Nos importa el dolor de los demás? La pregunta es imprecisa. Como la mayoría de preguntas, se ha dejado todo por el camino. ¿Se puede perdonar a un amigo que ha cometido lo más terrible, un crimen tan repulsivo? ¿Tenemos derecho a guardar un buen recuerdo de todo el amor que nos proporcionó cuando todavía no había matado a su hermana? Lo mismo: sea como sea, la respuesta merece una pregunta mucho más compleja que con toda seguridad no somos capaces de formular.
Cuenta Miguel Ángel que la novela iba a llamarse Cabezo, porque el cadáver de su amigo Nicolás -Nicolás no es el nombre real, solo una manera de mitigar el impacto de la novela en la vida de los implicados que todavía viven- fue encontrado en un terreno conocido como Cabezo de la Plata, pero que a la editorial no le pareció buena idea. A él, según revela, Cabezo le evoca una serie de emociones ásperas, duras. A nosotros en la librería, casi todos valencianos, cabezo no nos hace sentir lo mismo. Puede que a algunos incluso les parezca un título cómico. Peña o cerro nos resultarían términos más familiares, pero tampoco son exactamente un cabezo, ni mucho menos la idea pura de cabezo que la vida de Miguel Ángel ha construido en su mente. Porque él, y esta es una lectura importante de la novela, tiene un pie en los círculos intelectuales y artísticos en los que se instaló a fuerza de voluntad, y otro hundido en la tierra de esa huerta que hizo crecer el limonero sobre el que pasaba las horas con su amigo cuando su amigo no era una reducción de una existencia a un solo acto. Miguel Ángel es un universo, el de El Yeguas, y es otro, el de El instante de peligro. La investigación que lleva a cabo en esta ocasión poco tiene que ver con un asesinato.
La presentación de su libro en Valencia transcurre con normalidad: hay espacio para la risa, para el alivio, para la relajación. Durante la hora y cuarto en la que Miguel habla y el público escucha e interviene, el dolor de los demás es un efecto lejano que sin embargo nos muerde a todos discretamente la pernera del pantalón, el talón del zapato. La incomodidad opera en segundo o tercer plano, la sombra se perfila, la muerte está presente. Hay que tener valor para acercarse a la contradicción, mucho más para exponerla públicamente.
Al fin y al cabo tenemos las fórmulas, pero no las respuestas.