MURCIA. Vivir en El Saler en estas circunstancias -las que impone la pandemia- es como vivir en un relato de ciencia ficción. Un día entre semana en El Saler me produce la engañosa sensación de que estamos a salvo. Con el otoño se despliega una calma categórica. Hay tanta tranquilidad que es como si el mundo no hubiese cambiado drásticamente en los últimos siete meses. Aquí el funcionamiento general es el previsto. El sol melancólico, la boira en el horizonte. Las bandadas de estorninos desplegándose en el cielo, trombas de pájaros que giran sobre los árboles y los edificios. Se mueven con tanta gracia, tan sincronizados, que parece que le estuvieran reclamando a Daphne du Maurier o a Hitchcock un papel protagónico en Los pájaros. Ese dulce olor a quemado procedente de las hogueras de las cañas de arroz impregnando el aire. Todo está bien siempre y cuando no te muevas de aquí. Pienso si esta certeza no será como el opio o la morfina, una paz que hace que olvides lo que resulta incómodo, un atenuante del dolor. Todo está bien, pero a juzgar por la proliferación de pegotes oscuros en la blanca carrocería de mi coche, las acrobacias aéreas tienen consecuencias en los estorninos.
Llaman al timbre. Me pongo la mascarilla. Paquete. Firme usted aquí. Entre los discos que hay en el sobre está Serpentine Prison. Matt Berninger tiene nombre de novelista y un tipo de voz que parece hecha para conciliar incertidumbres. Es una voz que proporciona algo de consuelo, quieras o no. Me gustaba escucharle en los discos de The National porque canta de un modo que parece que esté poseído por una sabiduría especial, como si fuese una de esas personas que tiene respuestas para cualquier duda. Si prestas atención a lo que dice descubres que no es así. Pero sabe ponerle las palabras y la música apropiadas a unas sensaciones que parecen intercambiables dependiendo del oyente. Berninger es un acelerador de emociones. No sé el motivo, quizá sea el físico, pero me recuerda un poco a Pepe Sacristán. No me cuesta trabajo imaginarlo en la versión americana de una peli de los años setenta de Garci. Serpentine Prison ya es mi disco de este otoño. El más adecuado para escuchar este otoño, quiero decir. Suena como debería sonar El Saler si de repente se convirtiera en una canción.
Siempre se me olvida que todo da lo mismo, así que me dejo llevar e intervengo -opino en uno de esos debates en Facebook acerca de algo. Nunca he sido discutidor así que, francamente, no sé para qué me meto en esas grescas que jamás conducen a nada salvo a cabreos que no necesito. Bueno, en realidad sí que sé por qué intervengo en este tipo de discusiones: como ejercicio gimnástico. Me obligo a mí mismo a articular exposiciones que de otra manera no articularía. Ni siquiera en estos artículos. Más allá de esa función los considero escritos estériles. No sirven de nada, no colaboran a discernir nada, sólo sirven para incrementar una algarabía que nos tiene cada vez más distraídos. Es una pérdida de tiempo y el tiempo es mucho más valioso que el dinero. Puedes recuperar tu dinero, pero el tiempo es imposible recuperarlo.
Caminando por València paso por el nacimiento de la Gran Vía Marqués del Turia. Recuerdo cuando viví en la calle Gregorio Mayans. Desde mi patio interior veía la parte trasera de la casa de Jorge Albi y las copas de los ficus centenarios que custodian la estatua de Teodoro Llorente. Entonces los árboles servían como hogar a las bandadas de estorninos, que tenían hecha un asco la estatua del poeta. Hace años se resolvió espantarlos explotando tracas. La traca, esa cosa tan nuestra que lo mismo sirve para festejar una boda que para espantar pájaros cagones.
Termino Las maravillas, la primera novela de Elena Medel. Las protagonistas son dos mujeres de distintas generaciones, muy diferentes entre sí, pero unidas por fuertes vínculos. Uno de ellos es el dinero, o mejor dicho, la ausencia de este. De cómo la ausencia de dinero determina tu vida y te condena a llevar una existencia predeterminada de la que difícilmente se puede escapar, sobre todo siendo mujer y perteneciendo a la clase trabajadora. Con una prosa exhaustiva, vigorosa, Medel convierte las palabras en guantes de boxeo y atrapa las dos historias que al final confluyen de una manera arrebatadora. Esta parte de la novela me parece muydefinitoria: “Cada una de las situaciones que han colocado a María aquí -aquí significa piso de salón y dormitorio en Carabanchel, vagón de metro hacia Nuevos Ministerios se habría desarrollado de otra forma muy distinta con dinero. Ella y Soledad y Chico dejaron la escuela porque la familia necesitaba dinero; por dinero sustituyó a su hermano en una mañana de enfermedad para no perder la labor de ese día. Si sus padres hubiesen tenido dinero -salud para ganarlo, dinero para pagarse la salud-, ¿habría conocido ella a aquel hombre en aquel autobús?”.
Viajo a Alicante. Salir de casa para ir más allá de Sedaví o Alfafar se ha convertido en una excepción. Las estaciones de tren también se han convertido en lugares tristes. Al menos tengo la seguridad de que no tendré a nadie en el asiento de al lado. En Alicante participo en una charla sobre periodismo cultural que coordina Iván López Navarro yen la que participan compañeros como Daniel Terol, Cristina Martínez, Miquel Ors, Martín Sanz y Jon. Cuando terminamos me doy cuenta de que no he expuesto algo que tenía apuntado en una libreta, pero como suele ocurrir cuando apunto algo, después me olvido de abrir el cuaderno. Me quedo pues sin hablar del papel del periodista cultural cuando este es un colaborador -un pobre autónomo, que escribe para quién puede y cómo puede. ¿Cuánta independencia, cuánta imparcialidad se le puede exigir a alguien que rara vez sabe si va a cubrir gastos o cómo se las va a apañar cuando llegue el verano? Seguramente, ser joven ayude mucho a no perder esa sensación de libertad, pero una vez cumplida determinada edad y en las circunstancias actuales, me quedan muy pocas ganas de escribir pensando que puedo ser el abanderado de algo. Pienso todo esto antes de dormirme, en la habitación de un hotel que parece un decorado de una película de Jess Franco.
Pensar en dinero en otoño, en medio de una pandemia. Pensar en cómo conseguir dinero para poder seguir viviendo con cierta holgura. Con miedo a que reaparezca la sombra del agobio que me persiguió durante los años de la crisis económica. A pesar de todo, me recuerdo a mí mismo, soy un privilegiado, y lo seré mientras no se demuestre lo contrario. Y cuando ese problema se haya resuelto, cuando ese asunto parezca más o menos estar bajo control y el día a día no sea una lucha continua, descubrir que sigue existiendo el hueco de la soledad y que ninguna clase de dinero va a llenarlo, y que hay un tiempo consumido que ya no se podrá compartir. Supongo que este y otro tipo de dramas mudos e intransferibles es lo que hace que necesite escribir. Escribir también es algo en lo que guarecerse para olvidar estas y otras cuestiones. Todavía no sé si equipararlo a las acrobacias de los estorninos en el cielo o a la caca que sueltan después.