Ahora que por fin clausuramos las navidades y sus periferias, podríamos empezar a dejar a un lado el auténtico tema estrella de estas entrañables fiestas. Porque en realidad, todo esto de los espumillones y el turrón no va de compartir y reunirse con los seres queridos para celebrar alrededor de una mesa. Tampoco de una cuestión religiosa. Ni siquiera, aunque a veces lo parezca, las navidades giran en torno al consumismo desaforado. La auténtica protagonista navideña es la obsesión por el tiempo. Lo que vivimos en el pasado, aquello que atraviesa nuestro presente y los planes que tenemos para el futuro. Los objetivos logrados, los fracasos, la rendición de cuentas ante el tribunal del éxito y la convención social (cuyos jueces a veces están fuera y, en otras ocasiones, habitan en nuestra propia corteza cerebral).
En época de villancicos, el paso del tiempo inunda las conversaciones con los demás, pero también los soliloquios que mantenemos con nosotros mismos. El tiempo, las expectativas que genera y la velocidad a la que transcurre son asuntos clave en el discurso público y en la intimidad.
De hecho, las reuniones familiares constituyen, en esencia, un guiso casero de rememoraciones varias, ya sean historias fundacionales de los iaios o anécdotas vergonzantes sobre tu infancia. Da igual la edad que tengas, esa simpática peripecia que realizaste con 5 años va a ser relatada hasta el fin de los días. ¿Decías murciégalo o pelipóptero? ¿Pronunciabas con ‘F’ en lugar de con ‘C’, ‘J’ o ‘S’ muchas palabras ("mi cafa está en la cafa", "me llamo Lufía")? Tranquila, amiga, este año también habrá nostálgicos recordatorios al respecto. Igual que llega un momento en el que empiezas a ser más vieja que un bosque y los encuentros de amigas incluyen sí o sí un apartado de 'batallitas sobre tiempos pretéritos'. Un 'Te acuerdas de cuando...'. Porque hay un pasado compartido que revisitar y al que aludir, un pasado que os ha moldeado y unido. De repente, te das cuenta de que esa aventura que tanto te hace reír y que parece que sucedió anteayer, en realidad, pasó hace más de una década y todo el peso del tiempo acontecido se descarga a plomo sobre tus hombros.
La otra derivada del tiempo y la sociabilidad son las puestas al día. Esas quedadas con parientes y colegas a los que hace tiempo que no ves y en los que cada uno va actualizando su ‘minuto y resultado’ personal. Alguien cambió de trabajo, alguien está mirando hipotecas, alguien acaba de adoptar un perro, alguien anuncia su embarazo, alguien está a tope con las clases de cerámica, alguien no siente que tenga novedades significativas que aportar y vuelve a casa con la polilla del desasosiego pululando por su estómago. También hay turno para los, “¿Y tú para cuándo?”. La casa, el bebé, la pareja, el trabajo respetable. Cuándo, en qué momento cumplirás las expectativas temporales marcadas por terceros, las etapas establecidas para cada peldaño vital.
Y entonces llega la Nochevieja y sus aledaños. También conocida como the horror, the horror. El tiempo como constructo social se hace dueño y señor de la hacienda y a tu alrededor múltiples seres humanos empiezan a compartir por redes sociales (o peor, te lo cuentan en persona) sus balances del año: logros y fracasos, momentos felices y otros no tanto. Durante unos días, la conversación se vuelve un ranking de lo mejor y lo peor de los últimos 12 meses: un recuento de los libros leídos, las películas vistas, los lugares visitados, los proyectos más fascinantes, las casillas tachadas en el esquema vital.
Se enjuicia nuestra última vuelta al sol en un intento de determinar si ha sido suficientemente provechosa y productiva. Lo que, por supuesto, es la receta perfecta para rebozarse en la ansiedad por sentir que no has logrado lo suficiente, que has desperdiciado un año, que no has hecho nada importante según los parámetros sociales que nos estructuran. Tu trayecto anual mide, se evalúa, se disecciona en sus fases más exitosas y menos. Se hace un informe de beneficios, como si tu vida fuera una multinacional y tuvieras que rendir cuentas al CEO al cierre del ejercicio. Porque la carraca del paso del tiempo no se detiene. Y ahí tienes otro calendario que te ha pasado por encima como una apisonadora.
El tiempo, el tiempo, siempre el tiempo. El que se ha despedazado y el que está por llegar. Porque con la resaca de las uvas arriban los temidos propósitos de año nuevo, esa lista de objetivos vitales que probablemente serán abandonados a mitad de febrero. Ojo, que está fenomenal planear asuntos que nos hagan ilusión en los meses venideros. ¿Quieres aprender arameo? ¿Apuntarte a boxeo? ¿Tejer bufandas para vacas? Quizás tu deseo es disfrutar, cuidar y construir refugios frente a la intemperie del espíritu. O quedarte como estás. ¡Estupendo! El peligro viene cuando nos castigamos por no cumplir esas metas, cuando convertimos esos buenos propósitos en una fuente de frustración y flagelo. Ahí ese listado se descubre como otro disfraz de la autosuperación más tóxica, esa que te dice que no puedes parar, que debes estar siempre en movimiento, siempre aspirando a más, haciendo más, exigiéndote más.
Fingimos que enero es una página en blanco en la que todo es posible y donde los nuevos comienzos se imponen por mandato categórico. La renovación de uno mismo es norma si no quieres sentirte estancado. En cada rincón acecha la obligación moral de convertirte con el nuevo año en una mejor versión de ti mismo. Unos nuevos nosotros, porque los antiguos se han quedado ya obsoletos. Porque nunca es suficiente, porque nunca somos suficiente.
Parecería que esa visión de nuestra vida como una desquiciada carrera de caballos se va diluyendo conforme enero avanza en el almanaque. Pero es una trampa. En realidad, comenzamos a construir los recuentos y balances de 2022, las ansiedades del próximo diciembre, las puestas al día de la siguiente Navidad. Los logros y las decepciones. El cronómetro imaginario ya está en marcha. Ya hemos abierto los excels mentales en los que la existencia constituye un peritaje continuo de nuestro rendimiento; esos excels en los que somos al mismo tiempo supervisores y supervisados, gerentes y subalternos de nosotros mismos. Quizás el verdadero buen propósito para 2022 sea deshacernos de ese gerente.