Los delitos que se cometen a plena luz del día, por insospechados, son a menudo los más difíciles de detectar. En el segundo semestre de 2015 y tras alcanzar el poder en la Diputación de Valencia, PSPV y Compromís tomaron el control de la empresa pública Imelsa y, en lugar de cerrarla, que era lo más inteligente, decidieron que seguía siendo útil a pesar de su podredumbre. Así que después de un semestre de escándalos en torno a Imelsa por las grabaciones del exgerente huido de la justicia Marcos Benavent, después de su reaparición como ‘yonki’ del dinero anunciando que iba a hacer "mucho daño" con sus confesiones, y no solo al PP, Jorge Rodríguez no hizo lo más inteligente, que era cerrar Imelsa.
En lugar de eso, los regeneradores de PSPV y Compromís tomaron el mando de la empresa pública y empezaron a cocinar problemas: contrataciones irregulares, gastos sin justificar, falta de transparencia... A lo largo del segundo semestre de 2015, la empresa creó siete puestos de alta dirección para colocar compañeros del partido –tres del PSPV y cuatro de Compromís–, con 50.000 euros anuales de sueldo más gastos de desplazamiento. Está por ver si, además de ser ilegal la forma de contratación, acudían cada día a trabajar, que en esta empresa está muy arraigada la figura del ‘zombie’.
El 26 de enero de 2016 se desataba la operación Taula, o Imelsa, en la que eran detenidos el entonces presidente de la Diputación Alfonso Rus (PP) y numerosos altos cargos de la anterior etapa en una operación similar aunque más prolongada que la desarrollada esta semana con su sucesor, Jorge Rodríguez (PSPV), en el epicentro del escándalo. Tampoco en ese momento se tomó la decisión de cerrar la empresa, lo que habría sido una buena idea. Pensaron que con cambiarle el nombre bastaba y la llamaron Divalterra.
Pero algunas cosas no cambiaron. A finales de 2017, el mismo juez que ha ordenado ahora la operación Alquería señalaba en un auto sobre el caso Imelsa que le resultaba "poco comprensible" que la falta de control sobre los contratos menores que se estaba denunciando de la etapa del PP se mantuviera dos años después por parte de quienes llegaron para erradicar esas malas prácticas.
Cinco meses después de la detención de Rus –cinco meses llenos de noticias escandalosas sobre las corrupción en la antigua Imelsa con Benavent como estrella invitada–, Divalterra recibió un informe jurídico muy clarito sobre la ilegalidad de la contratación de los siete directivos amiguetes. ¿Y qué hizo Jorge Rodríguez, además de ocultar el informe a los diputados de la oposición? Pues pedir nuevos informes para tratar de hacer pasar por legal lo que no lo era. Según la denuncia de Ciudadanos, hasta 12 informes que le advertían sobre los riesgos de mantener esos contratos recopiló y ocultó Rodríguez a los representantes de la oposición presentes en el consejo de administración de Imelsa/Divalterra.
A plena luz del día, mientras el foco mediático estaba puesto en la antigua Imelsa y en Marcos Benavent, en la nueva Divalterra seguían chupando del bote confiados en que a ellos nunca les tocaría, como el que conduce sin cinturón mirando el móvil porque piensa que los accidentes –y las multas– siempre los tienen los demás. Vale, estos no conducían borrachos –de dinero– ni a 200 por hora como aquellos, pero la línea roja de la ética ya no es la que era, ahora está donde siempre debió estar y donde la pusieron, entre otros, PSPV y Compromís.
En el capítulo titulado "De la prevaricación de los funcionarios públicos y otros comportamientos injustos", artículo 406 Código Penal dice que "a la autoridad o funcionario público que, en el ejercicio de su competencia y a sabiendas de su ilegalidad, propusiere, nombrare o diere posesión para el ejercicio de un determinado cargo público a cualquier persona sin que concurran los requisitos legalmente establecidos para ello, se le castigará con las penas de multa de tres a ocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años". Sí, el enchufe en la administración es delito, aunque es evidente que el número de condenas por dicho delito en España es infinitamente inferior al número de nombramientos ilegales amparados por una tradición que merecería el título de Mal de Interés Cultural.
Es una buena noticia que la jurisdicción penal haya decidido actuar en lugar de despejar las denuncias hacia la jurisdicción contencioso-administrativa, como si estos atropellos fueran un descuido. Más de un dirigente político que no sabía que el enchufe era un delito debería poner sus barbas a remojar.
Se ha criticado la contundente actuación judicial y policial por excesiva. No es muy diferente o incluso es menor de la que sufrieron otros imputados por corrupción como su predecesor, Alfonso Rus, la exintendete del Palau de les Arts Helga Schmidt o el exdelegado del Gobierno y exconseller Serafín Castellano, que llegó esposado y sin gafas al juzgado de Sagunto. Lo que son diferentes son los delitos y la consideración que a cada uno le merezca el presunto delincuente.
Lo cual no debe servir al PSPV, como ya está ocurriendo, para poner paños calientes y hacer lo que tanto criticaban. En cuanto a Compromís, que pedía dimisiones más rápido que nadie cuando estaba en la oposición, la coalición nacionalista parece haber encontrado la fórmula para salvar a sus imputados: que se aparten del cargo mientras escampa. Que luego no se quejen si la utiliza el PP.