Se estrena ‘El viaje’, basada en un hecho real sucedido durante las negociaciones de paz en Irlanda del Norte del año 2006
VALÈNCIA. El cine siempre se ha llevado bien con el terrorismo. Entendido, claro, como recurso argumental. Porque hay películas tan dañinas que podrían considerarse un atentado contra el buen gusto, pero no es a ellas a las que nos referimos, sino a aquellas que, desde formatos documentales o planteamientos de ficción han abordado el problema desde muy diferentes ángulos. En los últimos años, por ejemplo, la palestina Paradise Now (Hany Abu-Assad, 2005) logró la nominación al Oscar gracias a la historia de dos jóvenes amigos de la infancia reclutados para llevar a cabo un atentado suicida en Tel Aviv. Un film de mirada realista que arrancaba con la última noche que pasan con sus respectivas familias y les acompañaba en su camino hacia la frontera con el cuerpo anegado de explosivos. Lo que sucede en ese largo trayecto hacia la noche les separará primero y les hará replantearse sus convicciones después.
En el extremo opuesto, la británica Four Lions (Chris Morris, 2010) era una mordaz sátira en la que un musulmán radical de nacionalidad inglesa creaba una improbable célula terrorista con la que planeaba un disparatado ataque suicida, bomba mediante, en plena maratón de Londres. La tentativa, por supuesto, derivará en una auténtica cadena de divertidos despropósitos. Ya sea desde la comedia, desde el drama de ficción con vocación realista o de la reconstrucción de episodios históricos concretos (uno de los recursos más utilizados), el terrorismo internacional continúa siendo un referente argumental de primer orden. Hace algún tiempo, en esta misma sección, repasamos las diferentes maneras en que el cine español había abordado el conflicto vasco, y aquel artículo aún podría seguir siendo engrosado con ejemplos como el de la reciente Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017), prueba de que el tema no está ni mucho menos agotado.
Sin embargo, y pese a que el arsenal de Hollywood es capaz de producir material sin descanso cuando le interesa poner el punto de mira en algún tipo de amenaza internacional (la ola de títulos posterior al 11-S es un buen ejemplo), es muy posible que el fenómeno terrorista que ha generado una filmografía de mayor interés haya sido el de Irlanda del Norte, quizá porque en su caso confluyen una industria cinematográfica poderosa como la británica con una serie de autores interesados en ir más allá de la pirotecnia de género o del burdo maniqueísmo a la hora de aproximarse a una realidad compleja, que no se puede solventar de manera reduccionista como un simple enfrentamientos entre buenos y malos. El último ejemplo en esa dirección, aunque su enfoque resulte algo simplista, es El viaje (The Journey, Nick Hamm, 2016), un film que desentierra un hecho real poco conocido acaecido en el año 2006, durante las negociaciones de paz: Un insólito viaje en coche compartido por Martin McGuinness (interpretado por Colm Meaney), líder del Sinn Fein, brazo político del IRA, y el implacable unionista Ian Paisley (encarnado por Timothy Spall).
La película se une a una larga lista de títulos que, de un modo u otro, han puesto sobre la mesa diferentes aspectos del conflicto irlandés, a menudo relacionados con el terrorismo del IRA. Una de las mejores es Agenda oculta (Hidden Agenda, 1990), donde Ken Loach se aleja de su habitual tono adoctrinador para acogerse a códigos de thriller y plantear una ficción en la que adquiere importante relevancia la inicial mirada distanciada de los protagonistas sobre los hechos, puesto que el film, ambientado a principios de los ochenta, se centra en dos abogados norteamericanos que luchan en favor de los derechos humanos y que se encuentran en Belfast investigando cuál es el trato que reciben los presos del Ejército Republicano Irlandés. Utilizando una estrategia narrativa similar a la de Costa Gavras en Desaparecido (Missing, 1982), Loach construye la historia como una investigación policial, puesto que cuando los abogados reciben una información comprometedora para el Gobierno de Margaret Thatcher, uno de ellos es asesinado. Entra entonces en juego un inspector inglés que se une a la abogada superviviente para investigar los hechos a ritmo de suspense político. Loach volvería sobre el IRA en la más previsible El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley, 2006), que le valió la Palma de Oro en Cannes.
No obstante, si hay un cineasta relacionado con el problema irlandés se trata, sin duda alguna, de Jim Sheridan, director de En el nombre del padre (In the Name of the Father, 1993) y The Boxer (1997) e involucrado de un modo u otro en Bloody Sunday (Paul Greengrass, 2002) y En el nombre del hijo (Some Mother’s Son, Terry George, 1996). Parece que sea el único tema que interesa a Sheridan, también responsable de films como Mi pie izquierdo (My Left Foot: The Story of Christy Brown, 1989), pero tiene sentido que, como dublinés, se haya preocupado por cuestiones relacionadas con su historia y cultura. De hecho, otras películas suyas que no están directamente conectadas con el conflicto también giran en torno a la situación de sus compatriotas. En América (In America, 2002), por ejemplo, está protagonizada por una familia de inmigrantes irlandeses que trata de sobrevivir en Nueva York. Y el corto 11th Hour (2016) trata sobre la reacción a los trágicos sucesos del 11 de septiembre de un irlandés que regenta un bar con su mujer en Manhattan.
En cualquier caso, todo empezó con En el nombre del padre, su tercera película, donde adaptaba junto a Terry George la novela autobiográfica de Gerry Conlon. Situada en el Belfast de los años setenta, está inspirada en un grave error de la justicia británica. Conlon, un gamberro si oficio ni beneficio que se había enfrentado al IRA en su ciudad natal, es enviado por su padre a Inglaterra a ganarse la vida, pero al llegar es acusado de participar en un atentado terrorista y condenado a cadena perpetua con un grupo conocido como “los cuatro de Guildford”. Su padre también es encarcelado, y será en prisión donde ambos retomen una relación que parecía perdida. Con la ayuda de una pertinaz abogada, Conlon trata de demostrar su inocencia, limpiar el nombre de su padre e intentar que la verdad salga a la luz. Sheridan se limita a narrar los hechos con eficacia, en un caso que guarda ciertas similitudes con El crimen de Cuenca (Pilar Miro, 1979), y la empatía con el protagonista injustamente acusado, la ambientación retro, la nostálgica banda sonora (Hendrix, Dylan, Bono, Kinks, Marley) y la refulgente estrella de un Daniel Day-Lewis que le debía su primer Oscar precisamente a Sheridan, hicieron el resto. Fue uno de los éxitos de taquilla de 1993, y aunque la trama judicial y la relación paterno-filial pesaban más que la reflexión sobre el IRA, el telón de fondo del conflicto incrementaba el dramatismo de la situación vivida por el protagonista.
Director y actor repitieron en The Boxer, donde Day-Lewis encarna a un hombre que ha pasado catorce años en la cárcel por su participación en actividades del IRA. Con la firme determinación de empezar una nueva vida, reabre en su barrio un viejo gimnasio para entrenar a jóvenes promesas del mundo del boxeo al tiempo que reanuda la relación con su antigua novia, una mujer cuyo marido está en la cárcel. Pero, como es de prever, los viejos fantasmas del pasado no tardan en regresar. El film llegaba solo un año después de En el nombre del hijo, donde Sheridan cedía la dirección a su coguionista Terry George. El oportunista título español, que trataba de asociar la película con En el nombre del padre, no iba desencaminado. También estaba basada en un hecho real, también se desarrollaba en los setenta (1979) y también giraba en torno a jóvenes terroristas encarcelados. Junto a otros trescientos compañeros, los protagonistas se negaban a vestir el uniforme reglamentario del recinto penitenciario porque se consideraban prisioneros de guerra, lo que provocaba enfrentamientos en la prisión. Fuera de ella, la madre de uno de ellos, inicialmente contraria a cualquier tipo de violencia, se va acercando cada vez más a la posición de la madre de otro recluso, una nacionalista radical. Una vez más, el conflicto se plantea a través de personajes que ponen en cuestión sus ideas y, por tanto, las del espectador. Siempre desde presupuestos de cine con vocación comercial, pero también en busca de cierta complejidad.
La cuarta incursión de Sheridan en terreno terrorista es Bloody Sunday, donde participa como productor ejecutivo al servicio del guion y la dirección de Paul Greengrass, futuro responsable de la saga Bourne. De nuevo estamos en los años setenta y se recrean hechos reales, en concreto los sucesos ocurridos en Londonderry el 30 de enero de 1972. Ese día, los soldados británicos mataron a catorce civiles desarmados e hirieron a más de treinta por el mero hecho de participar en una manifestación de protesta contra un decreto del Gobierno británico que autorizaba la detención y encarcelamiento sin juicio previo a los sospechosos de pertenecer al IRA. El conocido como Domingo Sangriento recrudeció el conflicto y espoleó a muchos jóvenes a unirse a las filas del grupo terrorista, hasta el punto de que no son pocos quienes achacan a aquellos acontecimientos el hecho de que la violencia se prolongara durante los siguientes veinticinco años. En conjunto, la obra de Sheridan ofrece una mirada diversa sobre acontecimientos de enorme relevancia en la historia reciente de Irlanda, conjugando con habilidad el espectáculo cinematográfico (todas las películas funcionaron bien en taquilla) con una reflexión que quizá no profundiza lo suficiente a causa de sus condicionantes industriales de producción, pero que al menos plantea cuestiones de relevancia al público asiduo a las multisalas.
Aunque pueda parecerlo, Jim Sheridan no es el único que ha mirado hacia Irlanda y el IRA a la hora de buscar inspiración cinematográfica. Su compatriota Neil Jordan lo ha hecho también en un par de ocasiones. La celebrada Juego de lágrimas (The Crying Game, 1992), que ganó el Oscar al mejor guion, narraba el secuestro de un soldado británico por parte de la organización armada. Durante su confinamiento, el prisionero entablaba amistad con uno de sus captores, al que pedía que, si lo mataban, fuera a ver a su novia. Cuando sucede lo inevitable y el terrorista viaja a Londres para cumplir su promesa, descubre que la mujer que busca no es exactamente lo que esperaba. De nuevo, el conflicto sirve como telón de fondo para un drama personal, aunque Jordan volvería sobre el asunto de manera directa en Michael Collins (1996), biopic del líder revolucionario irlandés (1890-1922) que luchó contra la ocupación inglesa de su patria, sirvió como ministro de finanzas de la República Irlandesa, fue Director de Inteligencia del IRA y miembro de la delegación irlandesa que negoció el Tratado anglo-irlandés de 1921.
John Boorman, en El general (The General, 1998), o Yann Demange, en ’71 (2014), han sido otros directores que han tratado la cuestión, aunque si nos remontamos en el tiempo encontramos dos títulos de especial interés firmados por reputados cineastas clásicos. Por un lado, Carol Reed, director de Larga es la noche (Odd Man Out, 1947), donde James Mason encarna a Johnny McQueen, uno de los militantes más importantes del Sinn Fein en 1905, que debido a la necesidad de conseguir fondos para financiar la lucha armada elabora un plan para atracar un banco. Por otro lado, la magnífica El delator (The Informer, 1935), con la que John Ford, estadounidense hijo de emigrantes irlandeses, se llevó el Oscar a mejor director. Adapta una novela de Liam O’Flaherty ambientada en el Dublín de los años veinte, y está protagonizada por un hombre expulsado del Ejército de Liberación Irlandés y con problemas de alcoholismo, que animado por la recompensa que ofrecen las autoridades, y que le puede permitir viajar con su novia a Estados Unidos, decide informar sobre el paradero de un activista con el que le une una larga amistad. Dos excelentes títulos, ideales para comenzar a bucear en una filmografía que ni mucho menos se agota con los films citados, y que, como demuestra El viaje, seguirá creciendo en el futuro.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz