VALÈNCIA. El cuerpo como una denuncia. Como un grito de rabia. El cuerpo como una herramienta para la protesta. Y para el cambio. El cuerpo, en definitiva, como catalizador de posibilidades y futuros. Compuesta por nueve mujeres, la compañía Dunatacà nació hace dos años con la voluntad de vehicular la crítica social a través de distintas propuestas de danza y teatro que exploraran los lenguajes escénicos contemporáneos. Un zarpazo contra la apatía en el patio de butacas, contra ciertas inercias cómodamente establecidas en el sector. Durante su brevísima trayectoria, han logrado sacar adelante seis piezas de distinto formato - una fructífera producción nada común entre las bambalinas de nuestro entorno- han realizado una gira por México y ejercieron como propuesta estrella de la pasada edición de Dansa València. Para festejar el segundo aniversario de este fenómeno creativo, interpretarán sobre las tablas de Espacio Inestable todas sus obras del 10 al 20 de enero.
La iniciativa cuenta con la transgresión en su mismo germen, pues prescinde de las jerarquías habituales en las artes escénicas para plantear una estructura horizontal en la que los roles se van intercambiando según las exigencias de cada proyecto. Aquí no hay una directora o escenógrafa fija: cuando una componente del grupo decide poner en marcha una pieza, la plantea a las compañeras, asume las tareas de liderazgo y reparte los papeles. A partir de ahí comienza un proceso creativo y colaborativo cuyos ropajes varían en cada ocasión. Por ejemplo, la odisea vital de los refugiados que tratan de escapar del horror protagonizó Seyahat, MUUchachitas ahondó en el ecofeminismo, la identidad sexual fue el vórtice de Lo inevitable y Voces puso el foco en aquellos conciudadanos que rebosan vida en cada arruga acumulada. Todo ello entrecruzando movimiento y palabra en una alquimia de verbos, muslos y rodillas. Andrea Torres, Raquel Fonfría, Luna Soriano, Julia Cambra, Sybila Gutiérrez, Mónika Vázquez, Blanca Arias, Julia Irango y Charo Gil-Mascarel son las responsables de esta plataforma que busca dar una vuelta de tuerca al ecosistema de las tramoyas valencianas.
Dunatacà no fue el resultado de un sesudo análisis de mercado, sino que nació “por necesidad creativa. Muchas nos conocíamos ya, teníamos las mismas inquietudes…Y nos dimos cuenta de que no iba a venir ninguna compañía o institución a lanzar nuestras carreras, teníamos que apoyarnos entre nosotras y unir nuestras capacidades para crear una plataforma que nos sirviera de trampolín”, señala Torres. “Surgió de manera natural, teníamos algunas piezas preparadas y decidimos unir fuerzas para construir un colectivo que englobara nuestro trabajo”, añade Raquel Fonfría. Contar con esa estructura como soporte lo cambió todo. “Estamos muy sorprendidas por la acogida del proyecto y somos conscientes de que lograr seis piezas en dos años no es normal, lo usual es sacar una producción al año. Pero teníamos mucha sed artística”, sostiene Torres.
Este intercambio constante de roles que vertebra el propio espíritu de la compañía supone para Charo Gil-Mascarel, directora de Voces, “ir aprendiendo por el camino. Si cada pieza la dirige una persona, se consigue que cada producción sea muy diferente”. La diversidad de miradas nutre, pero también presenta contrapartidas. “Normalmente una compañía tiene una identidad coreográfica... Disponer de múltiples directoras puede ser una dificultad a la hora de encontrar un lenguaje común sobre el escenario. Por eso sentamos como nexo de unión la temática crítica hacia distintos aspectos de la sociedad”, apunta Fonfría. Tal vez esa identidad ya exista, pero necesite ser identificada y nombrada: “a veces nos dicen que han visto ‘puntos Dunatacà’, tanto en los movimientos como en la estructura de las piezas, y todavía no sabemos a qué se refieren exactamente”, sostiene Andrea Torres.
Y es que, transitar en el filo de los interrogantes constituye también uno de los rasgos definitorios de la compañía. “Tener diferentes direcciones, elencos y formas de abordar los proyectos da pie a estar continuamente cuestionándonos quiénes somos y qué queremos decir. Esa constante búsqueda resulta muy enriquecedora”, resalta Sybila Gutiérrez, responsable de Lo inevitable. En cuanto al empeño por centrar sus creaciones en la crítica social, Luna señala que las integrantes de la compañía sentían “la necesidad de ver en escena temas distintos y de poder trabajar sobre ciertas inquietudes”. “Todas hemos vivido momentos que nos han hecho sentirnos fuera de la sociedad o muy juzgadas- indica Sybila-. Como artistas, estas obras son nuestra manera de expresarlo”. “Individualmente, somos personas muy comprometidas con la actualidad social, aunque a cada una le llaman la atención unas cuestiones u otras y decide centrarse en ellas”, afirma Charo.
La propia apuesta por la horizontalidad en el organigrama de Dunatacà supone en sí misma una voz que se alza contra los funcionamientos más convencionales de la industria. Así lo apunta Raquel: “la crítica es intrínseca al proyecto: cómo nace y cómo lo gestionamos supone una enmienda al panorama tradicional de la danza, en el que todas hemos sufrido y hemos tenido que pasar por situaciones con las que no estábamos de acuerdo. Buscamos demostrar que se pueden hacer las cosas de forma distinta. Nos cuesta mucho esfuerzo lograr que sea viable, pero no lo concebimos de otra manera”. “Estaba un poco cansada de las artes escénicas onanísticas. Quiero pensar que estas disciplinas son un altavoz desde el que poder contar historias y denunciar situaciones, en lugar de ser solamente estética y movimiento por movimiento”, señala Andrea.
Poner en marcha una compañía de cero también se convirtió para las intérpretes en una trinchera desde la que mantenerse en pie más allá de las exigencias externas y los vaivenes del mercado. Una fórmula para garantizar su supervivencia. “Hemos encontrado un modo de mantenernos a flote en un mundo tan complicado como el de la danza”, indica Charo. Al menos, contar con su propia plataforma garantiza la existencia de un refugio para la vocación con la lumbre siempre encendida: “en estos dos años hemos podido crear, hemos tenido ayudas institucionales y espacios que nos han apoyado. De manera individual sería imposible conseguir lo que hemos conseguido”, defiende Torres, artífice de Seyahat.
El éxito de Dunatacà no es inmune a la precariedad, esa ponzoña que ha logrado enquistarse en cada rendija de la profesión. De hecho, todas sus integrantes han de recurrir a empleos complementarios que alternan con sus labores sobre las tablas. Y es que, exceptuando unos cuantos nombres consagrados, vivir de la danza constituye una quimera. Como apunta Torres, “incluso compañías que tienen 10 o 20 años se enfrentan a situaciones precarias”. La plataforma aterrizó en 2016 en una escena valenciana colmada de proyectos y en la que hacerse un hueco era -y sigue siendo- un desafío. “La ciudad vive un auge de emergencia artística”. Más allá de brillar momentáneamente, el verdadero triunfo se basa en resistir y consolidarse. Luchar para no seguir alimentando el depósito de renuncias. “Hay muchísimas compañías emergentes, pero pocas superan los primeros años, la continuidad es escasa. Nacen y desaparecen porque sus miembros tienen que dedicarse a otras tareas que les permitan ganarse la vida o porque se frustran y deciden tirar la toalla”, añade la bailarina.
Más allá de celebrar su propia existencia, la reprogramación de las piezas creadas hasta ahora tiene para esta joven compañía un cariz reivindicativo: fomentar la distribución de las obras a largo plazo, prolongar su vida activa más allá del fugaz debut escénico. “Existe un problema sistémico que forma parte del consumismo capitalista en el que vivimos: las salas, los circuitos y los propios espectadores quieren estrenos. Pero un estreno requiere un proceso muy duro y desgastante física, económica y mentalmente- indica Raquel-. Lo terrible es que luego es muy difícil mover esa pieza que ya has creado, es decir, rentabilizar tu trabajo”. Así, su lista de buenos propósitos para 2019 está ineludiblemente encabezada por la voluntad de exportar sus obras a todas las esquinas del mapamundi. “Aunque seguro que surgen propuestas nuevas”, matiza Torres.
Las nueve componentes de Dunatacà se abren camino en una sociedad que califican como “desconectada” de su propio cuerpo, de ese amasijo de piel con el que nos comunicamos desde nuestros primeros instantes de existencia. “La danza es algo milenario y primigenio del ser humano, pero el sistema en el que vivimos no da opción a escuchar a tu cuerpo, y mucho menos al de otras personas, para descubrir qué necesita y cómo lo necesita”, indica Sybila. “Desde pequeños, la educación va a lo mental, se olvidan muchas cuestiones corporales y casi todo se centra en memorizar”, subraya Luna Soriano. Tejer una crítica social a través de músculos y huesos, difundir ese discurso de denuncia mediante la concatenación de movimientos implica también ser capaz de trascender los prejuicios en torno a la danza contemporánea. Demostrar que sus códigos, aunque quizás desorienten a los recién llegados, pueden resultar satisfactorios e inspiradores.
En el universo hilvanado por Dunatacà, danza y teatro no se conjugan como estancias aisladas, sino que confluyen en una misma nebulosa creativa. La mayoría de componentes de la compañía provienen del mundo del baile, no así Luna Soriano, quien se formó como actriz: “al presentar los dos ámbitos, hay espectadores que conectan más con uno u otro. Gente que solamente ha visto teatro en su vida, al ir a una obra nuestra se da cuenta de que también puede gustarle la danza. En las piezas hemos jugado con eso hasta conseguir que encajaran bien, que no quedaran como pegotes”. Aun así, la palabra se mantiene como anclaje fundamental para esa gran parte del público que todavía no es ducha en descifrar el movimiento corporal: “muchos están más acostumbrados a la oralidad que a la danza, por lo que se enganchan a las obras por su faceta textual. Al fin y al cabo, todos hablamos”.
De hecho, Dunatacà se autodefine como una compañía ‘de danza-teatro’, pero carga con esa etiqueta a su pesar: se trata de una catalogación necesaria por el momento, pero que aspiran a hacer saltar por los aires. “Danza y teatro se consideran géneros distintos, cuando deberían verse como un todo, como artes escénicas en general. De hecho, en las producciones contemporáneas estas fronteras se están diluyendo en favor de la transversalidad”, señala Torres, quien añade que esa división todavía se impone de forma rotunda “en el reparto de subvenciones de entidades como el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (Inaem) o del Institut Valencià de Cultura, donde, por cierto, la danza siempre tiene menos presupuesto”. Llegamos así a uno de las maldiciones bíblicas con la que tropiezan constantemente bailarines y coreógrafos: el agravio comparativo frente a otras disciplinas: “no solamente en cuanto a ayudas económicas, sino también en la programación. Desde siempre, se programa mucha menos danza que teatro”, apunta Charo. Los responsables de organizar las temporadas culturales todavía sienten recelo ante el posible rechazo del público hacia un lenguaje, el del baile, “mucho más abstracto, que parece extraño y difícil de entender”. La narrativa teatral sigue imponiendo su hegemonía en los calendarios.
¿Cómo lograr que esos ciudadanos reticentes acaben acudiendo a la sala? ¿Cómo escapar de las audiencias endogámicas que a menudo sostienen al sector? El debate sobrevuela a diario la estratosfera de Dunatacà. Para Fonfría, el futuro pasa por las piezas de calle: “están mucho más expuestas, sales y te las encuentras. Estas producciones están en auge y creo que se debe a esa necesidad de llamar a la gente”. En cualquier caso, su postura es contundente: “el cambio tiene que venir desde las instituciones, se tiene que publicitar más la danza, darle voz. Recibe apoyo público, sí, pero casi desde la obligación”. Ahora que comienza a esbozarse su tercer año de vida, Dunatacà persiste en ese anhelo de tintes utópicos que hizo posible su aparición: cambiar los esquemas del mundo desde un escenario a golpe de tendones y palabras.