A pesar de su edad, solo se necesitan unos minutos hablando con Alberto Ferruz para darte cuenta de lo viejo que es, no ya por lo que sabe, sino por la claridad y lo integrado que está en él todo lo que conoce. Es un ejemplo de cómo la buena cocina no reside sólo en el ingenio, sino en el resultado de haber superado arduas hazañas culinarias, que dotan de una sabiduría y un rango superior incluso al de la estrella Michelín que detenta su restaurante
En la comida, como en la realidad, todo está mezclado, tanto, que es muy difícil dar el valor o el significado a aquello que lo tiene. Los alimentos pasan por nuestra boca, como aquello que pasa por delante de nuestras narices, sin que apenas nos demos cuenta, y lo esencial se queda perdido en medio de tantos y tantos otros elementos que confluyen a la vez. El artista no solo debe tener conocimiento para de construir esa realidad, distinguir cada uno de los factores que en ella convergen, sino que luego es capaz de volverla a construir aislando aquello que no quiere que dejemos pasar por alto y ofrecerle así la atención y el significado que se merece: todo su sabor.
Por eso, para la mayoría, el pajel (o breca) es solo un pescado blanco entre otros muchos, pero el chef Alberto Ferruz hace que seas consciente de su singularidad. Envasa al vacío durante veinticuatro horas sus espinas con un poco de aceite y agua, luego lo cuela y lo emulsiona para que puedas acompañar el pescado con una exquisita crema elaborada a partir de su propia proteína. Y al final te estás comiendo todo el pajel, todo él y sólo él. Sin taparlo con otros sabores, apenas un toque de hinojo salvaje y eneldo que vincula este delicado pescado mediterráneo con las hierbas del entorno. Y nada más. La simplicidad es absoluta pero, para llegar a ella, ha sido necesario un complejo conocimiento de la cocina de proximidad, de la cocina de aprovechamiento máximo, de técnicas avanzadas de elaboración y, especialmente, la maestría de alguien ya a vueltas de todo que sabe dar significado a lo esencial.
Y es que, a pesar de su edad, solo se necesitan unos minutos hablando con Alberto para darte cuenta de lo viejo que es, no ya por lo que sabe, sino por la claridad y lo integrado que está en él todo lo que conoce. Es un ejemplo de cómo la buena cocina no reside sólo en el ingenio, sino en el resultado de haber superado arduas hazañas culinarias que dotan de un rango superior incluso al de la estrella Michelín que detenta su restaurante. La trayectoria de Ferruz hasta llegar al Mediterráneo ha sido épica, la evolución de un espíritu salvaje domado a base de grandes experiencias y duros retos. Empieza con catorce años pese a la oposición familiar y con solo dieciséis ya cocina y vive fuera de casa, pide un crédito para seguir estudios en San Sebastián a la vez que trabaja para pagárselo, pasa tres años aprendiendo con Martín Berasategui y, luego, la severa instrucción en el prestigioso Taillevent de París, y Holanda, Arabia Saudí, formándose en grandes casas, hasta que surge la oportunidad. Todos esos avatares han impreso la presteza con la que se desenvuelve el maño en el reino de la cocina. Porque sí, como ocurre con las buenas cepas de vino, el sufrimiento da solera. Y ahora, en este precioso restaurante a los pies del Montgó, integrado en la huerta de Xàbia, junto a un equipo excelente formado por el acogedor Pablo Catalá como jefe de sala y el sumiller Enrique García (todo un crack de los caldos), Ferruz ha encontrado el reposo del guerrero y devuelve con sus platos cada día lo agradecido que se siente.
“Mis padres me metieron en el restaurante familiar para que mi tío me diera tanta caña que se me olvidara las ganas de ser cocinero. Pero a la semana les dije que yo no iba más al colegio, que me quedaba allí. Y mira que mi tío hizo todo lo posible para que lo odiara. Pero a mi me gustaba el ambiente que había ahí dentro. Había vida. Entras por las mañana a una cocina y es algo vivo, se ponen cazuelas, fuegos, hay ambiente, hay chillidos, hay risas, hay cosas. Es como un pequeño mundo dentro del mundo, para el que le gusta vivir en ese pequeño mundo, y a mi me gusta mucho”.
La línea que lleva en BonAmb es hacer de esa pasión una cocina integrada con su entorno sin dejar de estar abierta al mundo: “estar junto al Mediterráneo me pone las cosas fáciles, solo tengo que ir a la lonja y cada día puedo hacer algo nuevo. Además, tenemos unos pequeños productores que nos hacen toda la verdura ecológica. A principio de año nos sentamos con ellos, nos dicen lo que piensan plantar, nosotros les aportamos nuestras sugerencias y llegamos a un acuerdo en base al cual vamos cambiando la carta. Al final, se trata un poco de eso: intentar colaborar con la gente de al lado, intentar que el restaurante no seamos solo nosotros, sino que toda la gente y los productores que trabajan con nosotros lo sientan también como suyo”.