VALÈNCIA. En el mayor experimento social igualitario conocido por la humanidad, los países comunistas, aunque se hiciera un esfuerzo por liberar a la mujer de su yugo tradicional, los éxitos fueron muy relativos. Como las propias feministas soviéticas denunciaron y como las propias actas de los congresos del PCUS recogieron existían problemas más profundos que los que pudieran resolverse con discursos revolucionarios e igualando el acceso a la educación y los medios productivos.
Las mujeres, después de trabajar, cuando llegaban a casa tenían que hacerse cargo de las tareas domésticas y de los hijos. Es lo que se conocía como una doble jornada. No fue un fenómeno soviético exclusivamente, hubo testimonios similares en todos los países comunistas. A veces, escandalosos. Como cuando Slavenka Drakulic, croata, entonces yugoslava, sacó una compresa en una intervención en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York para quejarse de que en su país esos productos propios de la higiene femenina eran escasos.
Lo curioso es encontrarse con que en el mundo capitalista, donde la mujer también se incorporó al mercado de trabajo, los problemas se parecían bastante. Entre los años 70 y 80, Arlie R. Hochschild se entrevistó con cincuenta matrimonios en Estados Unidos para analizar cómo dividían las tareas del hogar. El resultado del estudio sirvió para acuñar el aludido término y explicar una de las principales causas de divorcio y falta de interés sexual. Resulta cómico y lamentable que sus editores hayan decidido que estamos en un momento apropiado para volver a lanzar el libro porque sus tesis siguen siendo válidas. Según sus cálculos, las tareas domésticas suponían para las mujeres, contabilizando todas las horas, trabajar un mes más al año que sus maridos.
Aunque la mayoría de las parejas compartían tareas domésticas, seguía imperando el modelo tradicional. Es decir, la mujer hacía más, especialmente, con los hijos. Un dato curioso es que en muchas ocasiones, cuando el hombre se comprometía a tomar parte en la limpieza lo que hacía era financiarla de su bolsillo contratando a una persona. Al mismo tiempo, se encontraba que para muchas mujeres, había que conducirse por la vida tomando como modelo a su madre, abnegada y siempre disponible para la prole, mientras que para los hombres, el ideal era encontrar a una mujer que se pareciese a su madre. En sentido inverso ocurría algo semejante. Las mujeres se fijaban en las niñeras, cariñosas y pacientes, para compararse como madres, mientras que los hombres lo hacían con sus padres, que generalmente, en aquella época, habían sido hombres con dificultades para expresar sus emociones y escaso interés en sus hijos.
Las preocupaciones de aquellas mujeres en el entorno laboral tampoco suenan extrañas, aunque habría que hilar muy fino para averiguar si la situación social es exactamente la misma. Las del libro se quejan de que las mujeres profesionales se burlan de las que son amas de casa y que, en entornos competitivos, la mujer tenía que ocultar el interés por su familia para que no pareciera que el trabajo no lo era todo para ella. Una, por ejemplo, se quejaba de que los domingos por la tarde, los días que solía estar con su familia, la llamaban compañeras por teléfono para hablar del trabajo solo con la mala intención de demostrarle que ellas no tenían la misma carga familiar que ella. Dentro de la empresa, denunciaban que había verdadera presión sobre las que tenían hijos.
Lo curioso en este aspecto es que la autora había encontrado un patrón. Si analizaba a las personas que se habían quedado solteras, le salía que era muy frecuente encontrar entre ellas a mujeres muy preparadas y a hombres muy poco preparados. La explicación era que la mujer tendía a buscar hombres más preparados que ellas. De esta manera, los hombres pobres tenían más dificultades para casarse y las mujeres muy preparadas se encontraban con que los hombres de alto nivel se iban con mujeres de un estatus inferior al suyo.
Lo que ocurría con este interés cruzado es que los hombres de alto nivel encontraban con facilidad mujeres que aceptaban que él antepusiese su carrera y sus intereses profesionales por encima de la familia y las tareas domésticas, que se encargase ella para que el hogar no se interpusiera entre él sus metas o sus sueños, como dicen los estadounidenses. La mujer de alto nivel, sin embargo, lo tenía más complicado para encontrar hombres de su gusto, muy preparados, que accedieran a semejante propósito familiar en favor de su carrera.
Este tipo de situaciones se daban también en el ocio. Si al hombre le gustaba mucho un libro y se enganchaba, era la mujer la que de forma complaciente le dejaba abstraerse y ya se encargaba ella de los quehaceres aburridos que tocasen. En otros casos, es llamativo que los hombres muchas veces trataban de cuidar mal a los niños para que prefirieran estar en brazos de su madre, de modo que a ellos no les tocase ocuparse de ellos.
Quizá lo que más haya cambiado es lo relativo a la dureza de los críos. Por lo visto los padres eran tendentes a endurecerlos, buscando que si se hacían daño no llorasen e historias semejantes, mientras que si querían cariño cálido tenían que ir a buscarlo en sus madres. Mujeres que ya tenían bastante con el peso de la vida laboral. "La novedad es que, al tener un trabajo remunerado fuera de casa, masas de mujeres tienen una vida dividida entre dos sistemas que rivalizan en urgencia, dos ritmos de vida contrapuestos, el de la familia y el del puesto de trabajo", sentencia Hochschild. En la actualidad, para las nuevas generaciones de madres, en un mercado laboral cada vez más precario y que precisa de mayor dedicación fuera del horario de trabajo para poder seguir siendo competitivos, las consecuencias, si bien ya se pueden apreciar en los índices de natalidad, también suponen en muchos casos bombas de neutrones en las relaciones personales.