VALÈNCIA. Resulta extraño que nadie hubiera rescatado la vida de Barry Seal para convertirla en el argumento de una película, porque tiene todos y cada uno de los ingredientes que necesita cualquier buen biopic que se precie: un protagonista controvertido, un contexto social y político convulso y una historia tan rocambolesca que cuesta trabajo que ocurriera en la realidad.
Para situarnos, el Barry Seal que nos presenta la película era un piloto comercial de una red de aerolíneas con bastante más ambición que la de transportar pasajeros. Lo pillaron pasando marihuana y a partir de ese momento la CIA quiso aprovechar sus habilidades y su innegable picaresca, lo reclutó para realizar una serie de operaciones secretas desde el aire que abarcaban desde la realización de fotos para controlar a las guerrillas hasta el abastecimiento de armas a la Contra que intentaba derrotar al ejército sandinista. Es decir, que se convirtió en uno de los peones utilizados por la Casa Blanca y el presidente Ronald Regan para luchar clandestinamente contra el comunismo en América Latina.
Pero eso no fue todo. Aprovechando sus viajes a Colombia, entró en contacto con el por entonces incipiente Cartel de Medellín, con los hermanos Ochoa y con Pablo Escobar e inició con ellos un fructífero negocio que le reportaría enormes ganancias a cambio de transportar cocaína a los Estados Unidos en su avioneta. Un episodio que vimos reflejado en al principio de Narcos, la serie cuyo éxito seguramente ha sido clave a la hora de recuperar la historia de este buscavidas, chaquetero y sinvergüenza que se aprovechó de unos y de otros sin importar las consecuencias para buscar únicamente su propio beneficio. Sin escrúpulos, sin moral. Así eran los nuevos héroes del sueño americano de los ochenta.
Parece increíble que una sola persona pudiera tener tantas y tan variadas conexiones. Con la CIA, con los narcos, con el general Noriega, con las guerrillas nicaragüenses… incluso se dice que durante su juventud estuvo relacionado con David Ferrie, supuestamente involucrado en la muerte de John F. Kennedy. Un personaje realmente oscuro y escurridizo que podría haber dado lugar a una visión de la época mucho más salvaje e incómoda.
Sin embargo, en manos del tándem Doug Liman y Tom Cruise nos encontramos con una versión descafeinada y un tanto acomodaticia que se inscribe dentro de los cánones narrativos previsibles de la voz en off, el montaje rápido que nos lleva de una acción a otra sin descanso o la utilización de canciones para sustentar las imágenes a través de un cierto ritmo canalla.
Pero Liman / Cruise no son Martin Scorsese, por mucho que se esfuercen. El director neoyorkino sabía hablar de este tipo de personajes al margen que terminaban convirtiéndose en advenedizos del poder y del dinero a golpe de violencia, y lo hacía sin ningún tipo de moralina, sin necesidad de juzgarlos, pero mostrándolos al mismo tiempo en toda su miserable naturaleza.
Tom Cruise en cambio está empeñado en que nos caiga bien. Siempre ha sido así. Utiliza su sonrisa sempiterna para desarmar a los espectadores. Pero en Barry Seal: El traficante hay algo que no cuadra. Sigue ofreciendo su misma imagen, sus mismos tics de encantador de serpientes que lo convirtieron en un icono del cine de los ochenta. Él representaba el éxito precisamente durante esta época y no parecía tener ningún problema con ello, sin embargo, esta película pretende desmontar toda la trastienda sobre la que se había construido esa imagen del sueño americano. Y claro, el discurso queda demasiado falso, porque no hay un mecanismo de reflexión verdadero que vertebre las imágenes, solo una sucesión de escenas pretendidamente resultonas que además dan la sensación de que las hemos visto ya mil veces.
No es la primera vez que Liman y Cruise trabajan juntos. Ya lo hicieron en la excelente adaptación del manga Al filo del mañana (2014), mucho más imaginativa tanto a nivel visual como narrativo que esta nueva colaboración. En realidad, casi podríamos decir que Barry Seal: El traficante, es una de las peores películas del director, que siempre se ha caracterizado por su ingenio a la hora de darle la vuelta a los esquemas más manidos. Recordemos que fue el artífice de Jason Bourne en The Bourne Identity: El caso Bourne (2002) o de éxitos de taquilla tan afinados como Sr. y Sra. Smith (2005). Sin embargo, en esta ocasión nos encontramos a un Doug Liman rutinario y superficial. Sin capacidad para traspasar la epidermis de lo que cuenta. Quizás porque se encontraba supeditado a las exigencias de una estrella que no podía permitir que su imagen se dañara lo más mínimo a pesar de protagonizar una historia sobre drogas, escándalos políticos, corrupción, espionaje y conexiones mafiosas. La figura de Cruise debía salir incólume de todo eso, sin un solo rasguño que la ensombreciera.
Por eso Barry Seal: El traficante es una oportunidad perdida. Porque no se atreve a escarbar de verdad en la podredumbre moral de su personaje ni en el entorno que le rodeaba. Porque parece diseñada para el lucimiento de un actor que necesita desesperadamente seguir manteniendo su estatus como estrella incombustible.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz