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crítica de cine

'Baby Driver': Música, atracos y amor

7/07/2017 - 

VALÈNCIA. Edgar Wrigth lo ha vuelto a hacer. Su nueva película, Baby Driver está preparada para convertirse en uno de los fenómenos de la temporada. Hace unos días, el director Guillermo del Toro elogiaba la película a través de una serie de tweets en los que destacaba su pericia técnica y su espíritu lúdico y juguetón. La comparaba con Driver (1978), de Walter Hill en incluso con Malas calles (1973), de Scorsese. También decía que la clave para entenderla y disfrutarla era considerarla como un cuento moderno en el que hay príncipes y princesas en apuros con música de rock and roll de fondo, y que la magia puede existir en un mundo sucio y podrido moralmente en el que siempre hay esperanza para escapar a través del amor. Terminaba refiriéndose a ella como una versión moderna de Un americano en París a ritmo de disparos, adrenalina y persecuciones de coches. 

Los comentarios de Del Toro no pueden resultar más precisos. Baby Driver es una película de puro género en la que el director se divierte mezclando texturas, como ha hecho a lo largo de todas sus películas para, a partir de los códigos prestablecidos y de los tópicos y clichés del cine de acción, atracos y fugas, conseguir configurar algo nuevo que entronca con la sensibilidad actual sin perder un ápice de la fuerza que le otorgan sus referentes. 


La secuencia de apertura ya constituye toda una declaración de intenciones. Un grupo de ladrones espera en un coche el momento oportuno para salir y robar una sucursal bancaria. Al volante, un joven parece abstraído de la realidad con los cascos de su iPhone puestos. Comienza una canción y todos los movimientos que hace a partir de ese momento, irán perfectamente sincronizados con la canción que está sonando. De esta manera, Wright consigue que el ritmo de la secuencia se convierta en una danza de elementos perfectamente coreografiados entre música, acción y montaje. De ahí precisamente lo de Un americano en París que comentaba Del Toro. Es como un musical en el que las secuencias de baile están filmadas a través de la cadencia de las acciones. 

Tras esa deslumbrante y apoteósica escena inicial conoceremos al personaje de Baby (Ansel Elgort) y descubriremos que detrás de esa fachada de chico duro se esconde un joven huérfano que ha tenido que luchar toda su vida por adaptarse y que ahora se ve obligado a pagar una deuda que lo ata a un delincuente muy peligroso, Doc (Kevin Spacey), que utiliza sus habilidades al volante para cada una de sus fechorías. Pero Baby, como buen príncipe de la función, tiene buen corazón, y encontrará a una princesa, Debora (Lili James, la última Cenicienta), con la que quiere escapar de todo ese mundo turbio y sin ningún tipo de moral que los rodea. 


Dice Edgar Wright que llevaba con la idea de Baby Driver en la cabeza unos veinte años, lo que quiere decir que más o menos se le ocurrió cuando tenía la edad de los protagonistas. Quizás por esa razón se establece una identificación tan clara con los sueños y expectativas de la edad juvenil, con su espíritu romántico y un poco naíf. Y a pesar de que el tiempo ha pasado, el director ha sabido combinar la esencia millennial actual con un aliento retro muy acusado que tiene que ver con la estética y con las influencias que maneja. 

Al igual que ocurría en Guardianes de la galaxia y los recopilatorios de grandes éxitos que se convertían en la banda sonora diaria del personaje de Star Lord, en Baby Driver la selección de canciones a modo de lista de Spotify vuelve a resultar un elemento crucial para definir no solo el ritmo, sino también el alma de la película. Al director le sirve en cierta manera para definir la dicotomía del personaje, así como la encrucijada vital en la que se encuentra sumido. Baby tiene un problema auditivo a causa de un accidente traumático ocurrido en su infancia y que cambió para siempre su vida. Por eso siempre lleva cascos para aislarse del mundo que le rodea, para concentrarse y porque se relaciona mejor con los sonidos que con las palabras. Pero también la música sirve como catarsis expresiva del propio director, que introduce temas que fueron fundamentales dentro de su memoria sentimental como “Bellbottoms”, de Jon Spencer Blues Explosion, que adquieren un nuevo sentido dentro de la película. También encontramos temas de soul, de psicodelia, boogie woggie, blues, jazz, punk… todos los estilos posibles para perfilar cada momento preciso de la función. Incluso hay dos canciones que sirven para definir a los personajes a través de sus nombres: “Baby” de Carla Thomas y “Debra” de Beck. 


El director consigue una película estilizada y cool en el plano formal, con un tono fresco y desprejuiciado que utiliza para establecer una conexión con el público más joven y deseoso de adrenalina. 

A Edgard Wright lo conocimos gracias a aquella comedia de terror que se convirtió en uno de los sleepers de la temporada, Zombies Party (2004), asociado al humor gamberro del tándem Simon Pegg y Nick Frost. Con ellos haría dos películas más, Arma fatal (2007), en la que parodiaban las buddie movies, y Bienvenidos al fin del mundo (2013), en la que compusieron su particular versión de las películas sobre el apocalipsis y extraterrestres que asolan el mundo. También exploró su alma teen y su amor por los cómics en Scott Pilgrim contra el mundo (2010), su película más abiertamente pop (aunque todas en el fondo lo son mucho). 

Ahora demuestra que es uno de los directores más completos y originales de su generación gracias a esta película que comenzó a hacer después de abandonar el proyecto de Ant-Man para Marvel. Para él fue una apuesta muy satisfactoria: hacer una película personal y alejada de cualquier franquicia de Hollywood. Algo que en estos tiempos puede considerarse un milagro que solo se comprende cuando nos adentramos en el festín visual e imaginativo que supone Baby Driver. 

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