VALÈNCIA. El 16 de marzo llegaba a la mayoría de pantallas de todo el mundo (incluyendo Estados Unidos y España) la nueva versión de Tom Raider (Roar Uthaug, 2018), franquicia de acción basada en el videojuego homónimo, que se ha lavado la cara sustituyendo a Alicia Vikander por Angelina Jolie, adaptando la saga a la sensibilidad milenial y añadiendo cierto barniz de empoderamiento a un personaje que es, en esencia, una versión femenina de Indiana Jones. Una garantía de buenos réditos en taquilla sin necesidad de asumir riesgo alguno. Lo que viene siendo el blockbuster de toda la vida, uno de los pilares sobre los que se asienta la gran industria actualmente. Y, como suele suceder, al abrigo de todo ecosistema de éxito siempre crecen parásitos que se aprovechan de sus efectos colaterales en beneficio propio. El 9 de marzo, una semana antes del estreno de Tomb Raider, llegaba a las pantallas Tomb Invader (James Thomas, 2018). Pero no la busquen en los cines, porque no la encontrarán. El territorio donde se mueve es el de la televisión. La televisión cutre, para más señas. Bienvenidos al fascinante mundo de los mockbusters.
Si el mockumentary es un falso documental, el mockbuster es un falso blockbuster. Se definen por ser producciones de bajo presupuesto cuyo objetivo es situarse a rebufo de los grandes lanzamientos de Hollywood, estrenándose más o menos al mismo tiempo, usando títulos de fonética similar y carteles publicitarios parecidos. La idea, por supuesto, es que el consumidor despistado se confunda y pique, aunque los responsables de muchos mockbusters declaran que en realidad se dedican a ofrecer productos adicionales para espectadores interesados en disfrutar de películas de un género determinado. Lo más interesante del caso es que no se trata de parodias. Su intención nunca es ridiculizar a sus modelos, sino tratar de emularlos. Otra cosa es que, rodadas sin apenas dinero, con guiones de saldo y elencos de tercera categoría (muchos de los actores proceden de producciones eróticas soft), a menudo provoquen alguna que otra carcajada involuntaria. Pero así ha sido y será siempre el cine de explotación.
Una Lara Croft de saldo
Si en Tomb Raider tenemos a una Lara Croft que emprende un viaje en busca del último paradero conocido de su padre, una legendaria tumba en una isla mítica que podría estar en algún lugar de Japón, en Tomb Invader nos encontramos con la arqueóloga Alabama Channing, reclutada por un misterioso millonario para ir a China y tratar de encontrar una antigua reliquia, la misma que buscaba su madre cuando sufrió un accidente que le costó la vida. Los parecidos son más que razonables, aunque Gina Vitori, la protagonista de Tomb Invader, no es precisamente Alicia Vikander. Sin embargo, la diferencia más importante entre ambas películas no es el reparto, sino los efectos especiales, quintaesencia del blockbuster moderno. Y ahí gana por goleada el film que ha costado 94 millones de dólares. De hecho, los efectos de Tomb Invader se reducen a un par de secuencias de CGI que parecen realizadas por un estudiante de informática y cuatro peleas a patadas dignas de un gimnasio de extrarradio. Si la nueva Tomb Raider ha sido comparada con Los juegos del hambre, al ver su versión barata el espectador solo piensa en el hambre que debieron pasar sus responsables, si se nos permite el chiste fácil. Y no, no piensen que se debe a que la mayor inversión se fue en contratar al guionista. A la muerte de uno de los expedicionarios, una compañera grita, apenada e impotente: “¡Sé que era un nerd, pero era nuestro nerd!” Insistimos: No es una comedia. Este es el nivel.
La sustitución del cartón piedra por los mundos virtuales no le está sentando demasiado bien al cine de serie B, todavía lejos de los presupuestos necesarios para que las imágenes generadas por ordenador tengan visos de realismo, pero el destino principal de productos como Tomb Invader son las plataformas online o el mercado doméstico, y ahí sí que encuentran un nicho de mercado que permite rentabilizar la escasa inversión que realizan, por chapuceros que sean los resultados. Hoy en día, muchos espectador limitan su rango de consumo a una o dos plataformas, y eligen casi exclusivamente en función de su oferta. En redes sociales se suceden preguntas del estilo: “¿Qué hay interesante en Netflix?” Paquete comprado, orejeras puestas. No hay vida más allá. Y entre la cantidad de títulos a elegir abunda la morralla, aunque solo sea por mera cuestión porcentual o cada dos por tres aparezcan, también en redes, comentarios sobre joyas ocultas y obras maestras por doquier. Además, la otra ventaja del mockbuster es que es de producción mayoritariamente estadounidense (y, en consecuencia, hablado en inglés), por lo que su alcance es muy amplio. Que su proliferación reste espacio a producciones de otras culturas y procedencias geográficas es una cuestión que ni siquiera se pone sobre el papel. That’s entertainment! Y si hay que dar un empujoncito al cliente potencial, se le da: En el cartel de Tomb Invader, la protagonista esgrime un pistolón que da una idea totalmente equivocada del contenido del film.
El asilo de las producciones
El de Tomb Invader no es un caso excepcional. El mockbuster se practica desde hace mucho tiempo. Y si hay una productora líder en el subgénero, esa es The Asylum, fundada en 1997. Un paseo por su web obliga a frotarse los ojos. Casi no hay éxito taquillero de Hollywood que no haya tenido su réplica. En algunos casos, absolutamente demencial. Una de sus especialidades es la de encontrar títulos que juegan al despiste y pueden embaucar al espectador. ¿Que Guillermo del Toro triunfa con Pacific Rim (2013)? Pues nada, cambiamos de océano y nos marcamos un Atlantic Rim (Jared Cohn, 2013). Una producción de chica y nabo, que solo costó medio millón de dólares (frente a los 190 de la original), pero que tiene hasta su propia secuela: Atlantic Rim: Resurrection (Jared Cohn, 2018). Los retos que implica realizar una película de monstruos gigantescos y enormes robots no son un impedimento cuando se tiene el morro que gastan los responsables de The Asylum. Casi mejor que la película, son los comentarios que genera en internet. Por ejemplo: “Uno pica atraído por Pacific Rim, y sin sospecharlo, sus hijos alquilan Atlantic Rim. Y se produce un desastre”. O este otro: “Posiblemente sea la peor película que he visto en mi vida, y suelo consumir grandísimas basuras, pero esto es otro nivel, es la inmundicia hecha película, serie ultra Z”.
Otro de los grandes hitos de The Asylum es Transmorphers (Leigh Scott, 2007). Sí, han leído bien. No Transformers (Michael Bay, 2007). Un sutil cambio de letras, un saqueo sin contemplaciones de temas y personajes, un cartel más o menos parecido y a conquistar las estanterías de los videoclubs y los menús de los canales de streaming. La productora ofrece todo tipo de fakes, a cual más imaginativo. A Jurassic World: El reino caído (Jurassic World: Fallen Kingdom, J. A. Bayona, 2018), que llegará a los cines en junio de este año, ya han respondido con Triassic World (Dylan Vox, 2018). Del mismo modo, cuando se estrenó Serpientes en el avión (Snakes on a Plane, David R. Ellis, 2006), ellos contraatacaron con Snakes on a Train (Peter Mervis, 2006). Pero no solo se limitan al cine de acción y fantástico, con otros títulos como Alien Convergence (Rob Pallatina, 2017), sino que van más allá: El año pasado produjeron Operation Dunkirk (Nick Lyon, 2017) en respuesta al film de Christopher Nolan, y en 2010 llegaron a rodar… Titanic II (Shane Van Dyke). Ni siquiera Cars (John Lasseter y Joe Ranft, 2006) se ha salvado: CarGo (James Cullen Bressack, 2017) es una de las desvergonzadas incursiones en la animación de The Asylum. Viendo el tráiler, parece increíble que Disney todavía no les haya puesto una demanda millonaria.
No se puede negar que saben lo que se traen entre manos, porque no paran de producir nuevos títulos. Y a veces les suena la flauta por casualidad. Y es que The Asylum son los responsables de uno de los mayores éxitos catódicos de los últimos años. No, no hablamos de ninguna serie de prestigio, sino de la casposa Sharknado (Anthony C. Ferrante, 2013). No hace falta explicar a estas alturas su conversión en film de culto, que no solo ha propiciado cinco secuelas, sino que ha permitido a la productora explotar el cine de tiburones (¿un nuevo subgénero?) hasta límites insospechados: Han creado a Mega Shark, una escualo de grandes proporciones, que de momento se ha enfrentado ya en diferentes películas a un pulpo gigante, un crocosaurio y un mecatiburón (lo que quiera que sea eso), aunque su mayor reto todavía está por llegar: Ya se anuncia Mega Shark vs Moby Dick, donde luchará a muerte contra la mítica ballena salida de la pluma de Herman Melville. Tanto les gustan los tiburones, que se inventaron uno de dos cabezas en 2-Headed Shark Attack (Christopher Ray, 2012), protagonizada nada menos que por Carmen Electra. Y como la cosa funcionó, el mismo director se atrevió con 3-Headed Shark Attack (2015), esta vez con Danny Trejo como estrella invitada. No es difícil imaginarse la siguiente reunión en las oficinas de la empresa: ¿A que no te atreves con un tiburón de cuatro cabezas? ¿Qué no? ¡Veo tus cuatro y subo a cinco! Y así, el año pasado llegaba 5-Headed Shark Attack (Nico de Leon, 2017). Es toda una incógnita saber dónde puede terminar esta saga de escualos mutantes.
Quizá sea nostalgia, pero frente a tales despropósitos, se echa de menos la explotación de antaño. Roger Corman nunca disimuló su intención de aprovecharse de los éxitos de Hollywood desde los márgenes, pero lo hizo con cierto estilo y ofreciendo oportunidades a cineastas en ciernes que posteriormente demostraron tener mucho talento. Sí, engañaba al público (a veces, los trailers incluían impactantes imágenes que ni siquiera pertenecían a la película anunciada), pero también produjo muchos títulos de indudable interés y calidad, además de fomentar una sólida infraestructura independiente. Incluso en su declive, cuando desde la compañía New Horizons trató de sacar partido a costa de Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993), lo hizo invirtiendo un millón de dólares de entonces en Carnosaurios (Carnosaur, Adam Simon, 1994). Y si Steven Spielberg tenía a Laura Dern, Corman se permitió el simpático guiño de contratar a su madre, Diane Ladd. Cine de explotación, claro, pero que no tenía nada que ver con engendros como Pollo Jurásico (Chicken Park, Jerry Calà, 1994), la comedia italiana que vendría después.
Ya nos hemos echado unas risas. Sin embargo, más allá de sus cochambrosos efectos especiales, ante todos estos subproductos infracinematográficos surge una interesante pregunta: ¿Son peores que sus modelos? ¿En que se diferencia, en realidad, la derivativa The Fast and the Fierce (Ron Thorton, 2017) de la exitosa The Fast and the Furious (Rob Cohen, 2001)? Al margen de su reparto y su inversión en tecnología digital, ¿no articulan una y otra el mismo discurso? Tomb Invader es nefasta, desde luego, ¿pero posee mayores virtudes Tomb Raider? ¿No forman parte ambas de una hegemonía industrial que continúa reduciendo de manera sistemática el acceso a todo tipo de pantallas de un cine diferente y con mayores dosis de riesgo y personalidad? Habría que remontarse a 1950 y recordar a Eric Johnson, entonces presidente de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos (Motion Picture Association of America, MPAA), cuando defendía la inocencia del cine americano como un simple vehículo de evasión y entretenimiento. “El mundo está lleno de propaganda”, decía. “Es la ausencia de propaganda consciente en nuestras películas lo que gusta a los extranjeros”. Ni entonces ni ahora, casi setenta años después, se puede ser tan ingenuo como para creerse sus palabras.