En su último libro, publicado en Capitan Swing, el ambientólogo valenciano advierte de que el exceso de catastrofismo conduce a la inacción frente a la crisis medioambiental. Cree que deberíamos imaginar más utopías, incluso aunque no sepamos muy bien cómo llegar a ellas
VALÈNCIA. Las editoriales independientes españolas han levantado una trinchera de ensayos y literatura de ficción desde la que combatir la inacción frente al cambio climático. Coinciden en las librerías decenas de títulos, muchos de ellos recuperados del pasado, que ensalzan los valores de la naturaleza y ofrecen alternativas a la sociedad de consumo y los rigores alienantes de la vida urbanita. Junto a clásicos de no ficción como Walden, de Henry David Thoreau; Un año en los bosques, de Sue Hubbell, o Pensamientos desde mi cabaña, de Kamo no Chomei -todos ellos publicados en los últimos años por Errata Naturae- o La era del sucedáneo (Pepitas de Calabaza), de William Morris, también asoman últimamente novelas utópicas como Mujer al borde del tiempo, de Marge Piercy (traducida por primera vez al castellano por la editorial bilbaína Consomni), que recogen los valores del anarquismo humanista, el ecologismo y el feminismo que bullían en la escena contracultural norteamericana de los años sesenta y setenta.
Son muchas las señales que nos ha dado la literatura desde mediados del siglo XIX sobre la conveniencia de desacelerar nuestras vidas. Pero aquí estamos en 2020, echándole horas a Netflix para no pensar en el colapso medioambiental. Las raíces sociológicas, económicas y políticas de esta inacción forman parte de un debate intelectual que puede rastrearse en el trabajo de autores como Andreu Escrivà (València, 1983), licenciado en Ciencias Ambientales y Doctor en Biodiversidad, además de escritor -posee varios galardones de poesía y relato corto- y conocido divulgador científico.
Y ahora yo qué hago. Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción (Capitan Swing, 2020) suena ligeramente a libro de autoayuda, pero no lo es. De hecho, el autor elude deliberadamente las “recetas infalibles” y el embrollo de datos sobre la deriva del cambio climático, para centrarse en la reflexión sobre las razones que nos impiden, a nivel individual y colectivo, “despertar” de una vez por todas e involucrarse seriamente en el cambio. Y una de las razones que más a menudo aflora en el libro es la de la de la “ecoansiedad”.
Escrivà considera que las emociones negativas asociadas al cambio climático, especialmente la culpabilidad -nuestro deporte preferido como depositarios de una larga tradición judeocristiana-, actúan como freno. Lejos de motivarnos, nos petrifican o nos llevan a actuar de formas extrañas. Pongamos como ejemplo el llamado “turismo de última oportunidad”, que seguiría la siguiente lógica: “Como el mundo se va a hacer puñetas de todas formas, expoliemos el presente: tomemos aviones para disfrutar de la Gran Barrera de Coral o el delta del Nilo antes de que desaparezcan.
Este ambientólogo aboga por construir una comunicación sobre el cambio climático alejada del paradigma habitual de la divulgación científica. Ni siquiera está de acuerdo con la idea de estabular la educación medioambiental en una asignatura de colegio. El verdadero cambio de conciencia cuajará en todas las capas de la sociedad cuando impregne todos los ámbitos de nuestra vida. Y ahí, nos dice, las expresiones artísticas (literatura, cine, música, artes plásticas y escénicas) tienen mucho que decir.
“Necesitamos más que nunca que el arte sea capaz de golpearnos y despertar conciencias, y de hecho esa ha sido su función históricamente. En mi anterior libro, Aún no es tarde, ya hablaba de lo importante que es que el arte de alíe con la concienciación frente al cambio climático. Y es algo que está ocurriendo en muchas disciplinas, aunque quizás menos de lo que debería. Por ejemplo, este verano vi en el Guggenheim de Bilbao una exposición magnífica de Olafur Eliasson con obras muy impactantes; fotografías de glaciares, o un molde de metal que contenía un trozo de glaciar y ahora está vacío. Y, sí, por fin se están empezando a alumbrar canciones específicas sobre este tema. Me vienen a la cabeza Blue, de Macaco con Jorge Drexler y Joan Manuel Serrat; 4 degrees de Anohni, la cantante de Antony and the Johnsons, o Quina Calitja, de La Gossa Gorda ¡Hasta creo que existe el rap climático! Pero hasta hace poco tiempo apenas había ninguna. Contrasta con la cantidad de producción musical que generó en los años sesenta el movimiento contra la guerra de Vietnam, o la de la canción protesta en España contra la dictadura de Franco”, nos explica el autor. “Es muy interesante esa corriente de ficción literaria que llaman cli-sci, con exponentes como Kim Stanley Robinson y su novela Nueva York 2140 (Editorial Minotauro), que nos describe un futuro en el que el agua ha inundado completamente la ciudad. Una corriente que, de hecho, no es tan nueva. En 1987 ya había novelistas como George Turner, que en Las torres del Olvido imaginaba algunas consecuencias del cambio climático, como la subida del nivel del mar”.
En opinión de Escrivà, para conseguir la implicación de toda la sociedad en el futuro de nuestro planeta, es esencial que la cuestión del cambio climático impregne todo nuestro imaginario cultural, y todas las facetas de nuestra vida. “Pero me gustaría que no llegasen solo futuros negros y distopías aterradoras -objeta-; creo que nos convendría imaginar futuros utópicos, incluso aunque no sepamos muy bien cómo podríamos llegar a ellos; independientemente de las dificultades para alcanzarlos. Nos ayudaría a entenderlo como un reto, y no como una maldición que nos llena de sentimientos fatalistas. Descartamos demasiadas cosas porque tendemos a pensar que son imposibles. Pero, igual que con la pandemia hemos visto la necesidad de apostar por la sanidad pública, deberíamos también ser capaces de reaccionar en el mismo sentido por el cambio climático. El problema de base creo que está en que, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, ahora nuestra idea de futuro está desligada del concepto de progreso. La noción de que el futuro por defecto será mejor ha desaparecido. La filósofa Marina Garcés acierta cuando habla de que vivimos en un futuro póstumo. Ya no nos preguntamos hacia dónde vamos, sino hasta cuándo. Y la falta de perspectivas nos obliga a vivir en un hiperpresente que nos niega la prosperidad y nos cercena la imaginación”.
El estrés sistémico y el catastrofismo generalizado que planea en círculos sobre nuestras cabezas nos lleva a muchos a fantasear a menudo con la evasión (“¡Un día de estos lo mando todo a la mierda y me voy a vivir al campo!”). Quizás es una de las razones por las que crece la popularidad de los manuales de vida autosuficiente en la naturaleza, como los citados al comienzo de este artículo, y otros importantes, como la guía de supervivencia para una comuna Viviendo en la Tierra, de Alice Bay Laurel -título imprescindible del movimiento back to the land, publicado en castellano por la Editorial Kachina en 2017-.
“Creo que este tipo de literatura manifiesta la necesidad de evasión del mundo actual; la sensación que tenemos todos de que el mundo va demasiado acelerado. Es un reflejo de la disfuncionalidad de nuestro sistema económico y la hegemonía de ciertos valores. Pero libros como Walden o Pensamientos desde mi cabaña con pequeñas utopías personales. Ahora necesitamos justo lo contrario, utopías colectivas. Tenemos que encontrar la manera de vivir juntos en armonía; la solución no es que nos vayamos todos al bosque”.
El auge de las teorías del decrecimiento encierra un riesgo, en opinión de Escrivà. “El retorno a la vida sencilla tiene su atractivo, pero hay que tener mucho cuidado en no caer en una idealización de la pobreza. No nos engañemos: el que sufre carencias materiales no piensa en el retorno a la vida sencilla. Desde el mundo rico se mira con paternalismo la vuelta a las esencias, el jugar sin nada, pasárselo bien sin artefactos. Siempre que no seamos nosotros o nuestros hijos, claro. Eso de: ¡Míralos qué felices, sin ordenador, solo tienen una pizarra!. Observo estas actitudes con horror. El decrecimiento con el que estoy de acuerdo es aquel que habla de disminuir la desigualdad y el uso de recursos naturales, pero crecer en otros aspectos, como el tiempo disponible y la cultura. En el otro extremo están los que piensan que decrecer supone volver a las cavernas. Y no es así”.
Entre las ideas que lanza Escrivà en su libro despunta una que viene además avalada por varios estudios de campo: los “hiperperfectos” de la sostenibilidad desaniman al resto de los mortales, en lugar de servir como agentes de transformación social. “Es como si quieres ponerte a dieta, pero solo escuchas los consejos del campeón mundial de crossfit o los de alguien que jamás se bebe una cerveza con patatas fritas. Te dices que ahí no llegarás nunca, y abandonas tu objetivo. Necesitamos más ejemplos inspiradores de gente que percibamos como iguales. Es mejor para el mundo que el 80% de la población reduzca un 50% su huella de carbono, a que el 5% de la población lo reduzca un 95%. Lo que interesan son los números globales”.
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Puede que algunos –y algunas– lo conozcan antes por @xpgigirey que por Xacobe Pato. No es de extrañar. Este politólogo de formación y librero de Cronopios, una acogedora librería situada en Santiago de Compostela, comenzó a publicar sus diarios en Instagram en 2018. Hoy, cerca de dos años después, atesora la cifra de más de 16.000 seguidores en la red social. Su éxito es tal que este mismo septiembre la editorial Espasa decidió recopilar sus entrañables diarios en forma de libro tangible, físico, real: 'Seré feliz mañana'. De la pantalla al papel hay menos distancia de la que se puede pensar.