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la yoyoba / OPINIÓN

¿Y cuándo sale Khaleesi?

18/08/2017 - 

El día de más calor del verano a los moros les dio por desembarcar en la playa del Cocó. Debieron pensar que, con Natxo Bellido de alcalde accidental, la ciudad no opondría mucha resistencia a la flota sarracena y que sería fácil plantar la bandera de la media luna en lo alto del Benacantil. Invasión por invasión, lo mismo da que vengan de la meseta con su carné de madrileño homologado o de allende el Estrecho con sus pateras por homologar. El espectáculo playero estaba garantizado.  Pero la incursión bereber no estuvo bien planificada. Primero, porque las huestes eran insuficientes y llegaban deshidratadas a su objetivo. No les digo más que vi cómo algunos moros se arrancaban de cuajo los turbantes y se atiborraban de cocacolas de camino a la zona del desembarco. La munición también era escasa, con poco ruido y menos nueces. La flotilla, apalancada en la escollera, necesitaba la tracción motora de las lanchas para acercarse a la playa. No lo pensaron bien. Si hubieran avisado con tiempo a Pavón, seguro que les habría cedido temporalmente la réplica del desahuciado Santísima Trinidad para abordar la ciudad desde Panoramis. Total, para lo que sirve. Lo malo es el nombre, que no hay quien lo camufle como moro. El del navío, se entiende, no el del concejal.  Y luego estaba la hora fijada para el desembarco: las ocho y media de la tarde. En horario infantil, con el Postiguet hasta las trancas de patinetes, sombrillas, niños persiguiendo balones y unos efluvios a coco recalentado procedente de los protectores solares que atufaba toda la playa nada más avistar la Plaza del Mar. ¿Nadie les informó que las invasiones marítimas son más efectivas “al alba y con tiempo duro de levante...”, como hiciera el ministro Trillo en la reconquista de la isla Perejil? Señores invasores, hay que ver los telediarios. O por lo menos, buscar el asesoramiento de los hermanos de fe que desembarcan cada año de madrugada en La Vila o en El Campello. Para desenfundar los trabucos y los sables, mejor al amanecer. 

A pesar de los deslices logísticos propios de primerizos en tales menesteres, el desembarco moro de Alicante alcanzó sus máximos objetivos: entretener a la multitud foránea que no sabía si estaba asistiendo al rodaje de un capítulo de Juego de Tronos o a una llegada masiva de pateras a plena luz del día, al más puro estilo de Tarifa.  Los aborígenes preferían ver el espectáculo desde la platea. En la plaza del Topete y en la pasarela del Raval Roig se agotaron las localidades a media tarde. La plebe, cuando no podía avanzar, se distraía deambulando por el mercado artesanal que había usurpado el aparcamiento del Postiguet. Aquello parecía la antesala de las calderas de Pedro Botero. Había mercaderes con el cielo ganado después de cocinar paellas a más de treinta grados. Yo me compré un cartucho de lágrimas de chocolate y antes de llegar a la Explanada ya solo me quedaba un mazacote negro pegado al papel de estraza. Con los moros ya en la costa, la consigna era huir de aquel infierno. Buscar una terraza bien situada para asistir a la toma del castillo de cartón piedra instalado junto a la fachada principal del ayuntamiento. Hasta allí desfilarían las huestes sarracenas si no caían desfallecidos antes, durante la travesía del Passeig de Gómiz. Imposible. Me tuve que conformar con un tinto de verano y unas croquetas en una cafetería de la Explanada. Y ya, emperifollada totalmente de turista accidental, contemplé el cortejo moro desde la esquina de la antigua Cámara de Comercio, entre niños que preguntaban a sus madres cuándo salía Khaleesi. Ganas me dieron de contarles que ha tiempo, aquí también tuvimos una rubia madre de dragones que reinó en la ciudad en capítulos anteriores con la ayuda de sus “inmaculados”. Pero fui buena. No quise hacerles un espoiler

@layoyoba

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