A veces hay que entregarse al relativismo cultural. Por ejemplo, pasar cinco deliciosos minutos en la sala de espera del dentista leyendo una soberbia pieza del periodismo titulada Qué comer en tu primera cita y qué no. Que puedes llevar La Celestina en el bolso y darle un mordisco a sus casi 400 páginas, que la prota tiene valiosos consejos sobre las bondades del vino, pero su trasfondo de ruptura con los modelos patriarcales vigentes del siglo XVI no es tan eficaz como el siguiente aforismo: «Si tienes gastritis, ¿para qué pedir algo muy picante o que te caiga pesado? Los efectos no tardarán en aparecer y la experiencia no será grata». Una excepción a la norma, una amiga pidió pimientos de Padrón y morcilla de Burgos en una primera cita y se echó el novio más sólido de su historial. La despensa del noroeste era el sabor de la relación
Fracaso en el match, no en el plato
«Había una chica que venía bastante al Observatorio. Una noche vino con su hermana que había vuelto de Estados Unidos y nos la presentó. A la semana siguiente volvió con un chico, la semana siguiente volvió con otro chico, a la siguiente, con otro. Cuando se quedó sola en la mesa me acerqué a saludarla y le dije: “¿qué tal tu Tinder?” Me preguntó si se notaba mucho y que “joder, es que me pilla al lado de casa, si sale bien estoy al lado y si no, al menos ceno bien”. Si consigue durante tres semanas seguidas que alguien distinto le invite a cenar –porque además creo que la invitaban– se lo canjeo por un brunch». Como la promoción de la película gratis de los Babel pero con tortitas y bacon.
Querida desconocida que frecuenta el restorán de Sergio Mendoza –que lo mismo dejas de hacerlo, porque la discrección no la lleva bien– te entiendo de corazón.