VALÈNCIA. Después de su sentido homenaje al dúo Spark, Edgar Wright continúa explorando los géneros desde su propio universo pop. Todas sus películas, desde que debutara con Zombies Party (2004) han reinventado de alguna manera las bases constitutivas sobre las que se asentaban para insuflarles un nuevo aliento generacional.
En ellas el humor forma parte intrínseca de su espíritu retozón y, aunque prescinda totalmente de él en su última película, Última noche en el Soho, continúa existiendo por su parte la necesidad de jugar, de divertirse con las herramientas narrativas y visuales para ofrecer un espectáculo a modo de pesadilla, de thriller psicológico y detectivesco que bebe de multitud de referencias para pasarlas por el filtro de su personalidad y hacer algo tan diferente, imaginativo y en esta ocasión, mucho más incómodo y truculento.
Un joven, Eloise (Thomasin McKenzie) llega a Londres para estudiar moda. Su vida ha estado marcada por la pérdida de su madre, pero parece decidida a conseguir sus propósitos. La gran ciudad se convertirá en un lugar donde estimular su creatividad. Aunque, quizás, demasiado. Desde el primer día que se mude a la habitación que alquila la señora Collins (Diana Rigg) comenzará a tener sueños en los que se encuentra al otro lado de un espejo mientras observa los pasos de una chica de su edad, Sandie (Anya Taylor-Joy), que como ella también busca hacerse un hueco en el mundo, en su caso como cantante y bailarina. La fascinación que sentirá ante ella será inmediata, y comenzará un proceso de identificación que le hará perder por completo el control de su propia identidad.
A través de Sandie nos introduciremos en los clubs sesenteros, en las discotecas, en el mundo de la noche, en su lado más divertido y en su reverso más oscuro. Y a través de ella, se colarán los fantasmas en el mundo real.
Última noche en el Soho es una película sobre la doble cara de los sueños y de cómo pueden pervertirse hasta convertirse en una alucinación monstruosa de la que no se puede escapar. Este dispositivo le sirve a Wright para introducirse en la cultura del swinging London destapando su parte más perversa, utilizando todos sus símbolos para homenajearla, entre las minifaldas, Carnaby Street o la psicodelia, incluso a través de la presencia de Diana Rigg, que participó en una de las series fundamentales del movimiento como fue Los vengadores o de Terence Stamp, otro icono de la cultura popular inglesa.
Por supuesto, también están las canciones. Como ya ocurría en Baby Driver, los temas que aparecen en Última noche en el Soho, a modo de playlist, sirven para definir la película y conectarla con la época, lo que la convierte en un auténtico caramelo retro. Dusty Springfield, The Kinks, The Who, y otras bandas más tardías, pero que conectan con ese espíritu como Siuxsie and the Banshees, Barry Ryan con su Eloise (¡como el nombre de la protagonista!) y Petula Clark como himno con Downtown.
En Última noche en el Soho el director vuelve a poner de manifiesto su virtuosismo (o exhibicionismo) escénico. Luces de neón, imágenes especulares, espejos rotos, planos y set pièces inimaginables... Es inevitable en algunas escenas pensar en los gialli de Argento, en los zombies de Romero que acosan a la víctima o en la paranoia de Repulsión. Todo cabe, depurado y servido para deslumbrar. El problema es que Wright se introduce en demasiados vericuetos de guion y su brillante premisa de guion termina desvirtuándose un poco. El mal masculino causante del daño a Sandie en su espiral de destrucción en algunos momentos termina por adquirir un sentido diferente al que se quería transmitir, creando una confusión en ocasiones algo perversa en lo que se refiere a una cuestión tan crucial como son las agresiones misóginas. Son unos pocos minutos, después el director se encarga de arreglarlo, pero deja un sabor agridulce momentáneo en cuanto a su mensaje de empoderamiento. Es la primera película de Wright protagonizada íntegramente por mujeres. El dúo que forman McKenzie y Taylor-Joy resulta memorable, convirtiéndose la cara y la cruz de un pasado y un presente en el que los monstruos continúan ocultos y en el que las mujeres, continúan siendo la que cargan con todo ese peso de objetos y víctimas que les ha impuesto el heteropatriarcado.
Se estrena la nueva película del dúo formado por Aitor Arregi y Jon Garaño, un arrollador retrato colectivo de España inspirado en la historia real del sindicalista Enric Marco, protagonizado por un inmenso Eduard Fernández