En American Crime Story: Impeachment, Ryan Murphy reexamina la narrativa oficial alrededor del escándalo de Bill Clinton y Monica Lewinsky con una mirada acorde al movimiento #MeToo. Un enfoque que hace justicia a la imagen de la becaria de la Casa Blanca, por entonces cruelmente machacada por los medios, pese a que en su conjunto la serie sucumbe al melodrama, la parodia no intencionada y el maniqueísmo
VALÈNCIA. Las prótesis y las pelucas no ayudan. Uno tiene la sensación de estar viendo un sketch de Saturday Night Live. Es imposible no mirar a Sarah Paulson o Clive Owen y no sentir su disfraz como un pegote. Tampoco es fácil dejar de lamentarse por las inyecciones de bótox en el rostro congelado de Edie Falco. Un icono seriéfilo que exhibe ahora una gestualidad petrificada por las inyecciones.
La coralidad en la última producción de Ryan Murphy (Glee, The People vs. O. J. Simpson, The Assassination of Gianni Versace) tampoco ayuda a revisionar el complejo episodio, basado en hechos reales, alrededor del fallido proceso de destitución del expresidente Bill Clinton (Clive Owen). A lo largo de sus eternos diez episodios saltaremos de una protagonista a otra.
Primero serán Monica Lewinsky (Beanie Feldstein) y su amiga del trabajo Linda Tripp (Sarah Paulson) las que conduzcan el relato. Monica es naïf, enamoradiza y vulnerable. Y fue utilizada como un kleenex por el presidente, que desahogó su estrés con ella. El punto de vista, acorde a los tiempos, se agradece tras veinte años de escarnio y toda una vida de machismo mainstream. Sin embargo, Linda Tripp continúa siendo una amargada que quiere llamar la atención, tal y como nos contó el cuarto poder cuando ocurrió el escándalo.
Así es cómo los guionistas recolocan en la narrativa oficial a ambas. Le dan la razón sin miramientos a Lewinsky cuando descubre que su amiga la traicionó. “Odio a Linda Tripp”, dijo Lewinsky ante un jurado que comprendía perfectamente que ella era una víctima (y ya no una ninfómana con intención de medrar) en esta historia. Fue su amiga, la soplona, quien la vendió al mejor postor.
El presidente tampoco la ayudó en nada, pese a que en la serie se empeñan en taladrar que el hombre, pobre, no tenía esa intención, que estaba atado de pies y manos por las presiones políticas. En este aspecto podrían haber sido mucho más implacables con la figura masculina que está acostumbrada a hacer lo que le da la gana y salir indemne. Pero no. Salvan a Monica, salvan al presidente, y condenan a la hoguera, una vez más, a Linda Tripp, quien podría ser, sencillamente una torpe que se equivocó, como se equivocaron todos los protagonistas de esta historia en algún momento.
La influencia de Lewinsky como productora es evidente. Los guionistas reescriben la historia pretendiendo ser los nuevos cronistas, algo que a día de hoy es una plaga y, aunque nos ofrece minutos audiovisuales gozosos, algún día lo lamentaremos. Lo hemos visto con más tino en los casos de O. J. Simpson, Chernobyl o Así nos ven. Pero se le ha hecho un gran favor a la monarquía y la familia real británica con The Crown, por ejemplo, aunque se trate de una obra magnífica.
Los documentales del momento, basados en revisitar biografías de los últimos treinta años, van por el mismo camino aunque sin ficcionar: Nevenka, Dolores Vázquez, Rocío Carrasco, Britney Spears o, incluso Ruiz-Mateos.
Si las protagonistas son mujeres, mejor que mejor, que estamos en temporada alta del #MeToo. Pero no deberíamos perder la mirada crítica porque en alguno de estos casos, el más evidente el de Dolorez Vázquez, nos cuelan el morbo y se empeñan en pasar por alto la propaganda.
Más adelante conoceremos a Paula Jones (Annaleigh Ashford), otra supuesta víctima de acoso sexual por parte de Clinton, que terminó machacada por la industria del entretenimiento más vulgar. El segundo pañuelo desechable que efectivamente lo fue, como lo fue Monica para el poder político conservador.
En el tramo final la protagonista pasa a ser Hillary Clinton. El equipo de guión intenta quitarle el sambenito de mujer fría y calculadora, la que mueve los hilos detrás de su marido. Pero para ello la hacen participar constantemente en su toma de decisiones. Es decir, Hillary no es una manipuladora pero sí es una manipuladora, así que la cultura popular tiene razón. Digan lo que nos digan, se trata de otra malvada. De esta manera la serie cae una y otra vez en una visión maniquea, en el escrutinio hacia unos personajes que en la vida real son personas de carne y hueso.
El género comienza a agotarse y cada vez se hace más evidente. Tal vez sea momento de volver a la fantasía.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame
Netflix ya parece una charcutería-carnicería de galería de alimentación de barrio de los 80 con la cantidad de contenidos que tiene dedicados a sucesos, pero si lo ponen es porque lo demanda en público. Y en ocasiones merece la pena. La segunda entrega de los monstruos de Ryan Murphy muestra las diferentes versiones que hay sobre lo sucedido en una narrativa original, aunque va perdiendo el interés en los últimos capítulos