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SED BUEN@S Y LEED: RUTA CANDAYA CON AITOR ROMERO ORTEGA

Trotski, Dylan, Coltrane, Pavese; fantasmas de Barcelona, Nashville, Mostar o Buenos Aires

14/10/2018 - 

ALICANTE. Lo que sigue debería ser una reseña,  o una entrevista con el autor Aitor Romero Ortega, o la experiencia hermenéutica de una lectura, pero se ha transformado en otra cosa, en un conjunto de sincronicidades, en un paseo por la pasión editorial, en un ejercicio de consciente impostura intelectual.

“Ecosistema” es un término tomado de las ciencias naturales, concretamente de la ecología, relativamente joven. Su primer uso en este campo se remonta a la década de 1930, como “unidad compuesta de organismos interdependientes que comparten el mismo hábitat”, justo en el momento en que el hábitat de sus creadores se encontraba contaminado por una plaga de depredadores.

Casi un siglo más tarde, su uso ha saltado las barreras de la disciplina y se ha convertido en una metáfora afortunada para denominar cualquier sistema social construido o de generación espontánea: el ecosistema empresarial, el ecosistema futbolístico, el ecosistema editorial, son conceptos macro que pululan por las publicaciones divulgativas, como la prensa, pero también por las científicas. Desde la publicación del Imposturas intelectuales de Bricmont y Sokal que me recorre un escalofrío por la espina dorsal cada vez que utilizo una de estas metáforas afortunadas expoliadas de las ciencias naturales, como si fuera un hijo ilegítimo de Lacan y Kristeva. Pero lo voy a volver a hacer.

Lo voy a volver a hacer porque no encuentro mejor manera para definir ese mundo literario en construcción que se han inventado Olga y Paco, los editores de Candaya, ese reino imaginario al que dirige sus pezuñas Clavileño, llevando en su grupa a Quijano y Panza, desde la intimidad de Les Gunyoles, nombre a su vez de resonancias míticas, allá en el Penedés.

Candaya es un ecosistema libresco en el que sus organismos interactúan y se mueven en el líquido de la palabra y una cierta manera de combinarlas. Como bien constata Aitor Romero en la nota final que acompaña su libro de cuentos Fantasmas de la ciudad, “todo libro es la azarosa conjunción de accidentes y de personas que orbitan a su alrededor y que, a la postre, terminan haciéndolo posible”, una reflexión que perfectamente podría haber firmado Octavio Paz.

Olga y Paco inventan rituales necesarios dentro de su ecosistema, también denominado cultura editorial. Uno de ellos es la Ruta Candaya, el periplo de lleva el pack libro-autor-editores a lomos de su Clavileño particular, con Paco al volante, teniendo en Alicante parada y fonda habitual. La última vez, en la renacida Librería 80 Mundos, tras la detallada disección de Fernando Parra, y la consiguiente (y extensa) sesión de firmas, se produjo un efecto de comunidad clímax, necesario para que el ecosistema pueda desarrollarse estable y sostenible bajo las condiciones del estado inicial.

“Tengo un libro fetiche, El temblor de la falsificación, de Patricia Highsmith. A veces me dicen que no cito a mujeres y voy a tener que poner por delante en mis referencias siembre a Highsmith y este libro en particular. Estoy muy obsesionado con el punto de la espera, algo que no he desarrollado en Fantasmas… Esa espera en los países árabes, como en El extranjero de Camus o Mimoun, de Chirbes. En ese sentido el libro de Highsmith me parece impresionante, más incluso que toda su narrativa más “de género”, yo me siento muy identificado con esa desidia, esa lentitud”, casi no venía a cuento esta confesión de Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985), afincado en Madrid por amor, autor de ocho relatos de extenso arco que reconstruyen la tradición oral que desde la casi desaparición del mundo rural, ha echado raíces en el mundo urbano de los barrios, generando leyendas propias y mistificaciones de la modernidad. Después he sabido que es lector de Ferrater. Después he sabido que es lector de Octavio Paz. Si lo hubiera sabido entonces, tal vez las preguntas que siguen habrían sido otras…

¿“Fantasmas de la ciudad” es un libro fruto de la pereza? ¿De no querer desarrollar en extenso argumentos que podrían generar cada uno una novela? ¿Cada relato de “Fantasmas” es la síntesis de una novela?

“Puede ser, es lo que Borges decía que había que hacer, escribir un cuento que sea, aparentemente, el resumen de un relato más amplio que en realidad no existe. Puede ser, sí. A mi me gusta mucho la forma novela que planteas, el cuento que parece una novela condensada, que tiene esas 20 o 30 páginas, con su desarrollo, me siento más identificado con este formato que no con el cuento más breve, que se fundamenta en un detalle: la biografía resumida de una persona en pocas páginas… sí, alguno de los relatos podría haber sido una novela, pero en ningún caso me lo he planteado así. Soy un escritor que planifica mucho, que esquematizo mucho mis proyectos, y nunca ninguno de estos textos los pensé como novela, siempre los vi como cuentos. Ni siquiera, mientras los estaba escribiendo, tuve la tentación de decir ‘paro, porque esto me da para una novela’... no sé por qué, tal vez porque la forma de pensar mis novelas es diferente, planifico primero una arquitectura, antes que una historia, y en el caso de los relatos, lo primero que me llega es la historia”.

¿De qué huye Aitor Romero, porque en todos los relatos subyace la idea de la huida, que en todo momento estás teorizando sobre la huida?

“En cierto modo es entender la huida como el momento en que uno encuentra su identidad, esa pulsión permanente de buscar quién soy yo. Tengo la percepción de que mis personajes tienen el convencimiento de que huyendo se encontrarán a sí mismos. Como en el caso del relato que da título al volumen, ese escritor que, al igual que yo, yendo a un pueblo de la costa, dejando la ciudad, podrá al fin escribir como él cree que debe escribir. Es algo que tengo muy interiorizado, cuando estoy en un aeropuerto, siempre pienso en qué pasaría si cogiera el primer avión hacia donde sea, una cosa muy de Auster”.

¿Has tenido que huir de Barcelona para luego recuperarla?

No, no, pero sí he comentado muchas veces que si no hubiese tenido la necesidad biográfica, por causas ni literarias, ni ideológicas, ni laborales, sino fundamentalmente emocionales, de marchar de la ciudad, no me habría interesado tanto Barcelona como sujeto narrativo. Ya me había pasado anteriormente, no obstante, cuando en la carrera me fui a cursar un par de años fuera, a Francia, y allí ya me dí cuenta de que estar fuera me hacía mirar Barcelona de otra manera. Estos siete años en Madrid ya han sido definitivos en este aspecto, pero me da mucho miedo convertirme solo en “un autor de Barcelona, sobre Barcelona”.

¿Si no hubieras nacido en 1985, sino una década o tres lustros antes, el prólogo de “Fantasmas…” sería directamente la letra del “Cadillac solitario” de Loquillo?

¡Podría serlo !  Yo soy muy de esa canción y no lo había pensado… esa idea que es Loquillo, pero también Marsé y Últimas tardes con Teresa o El día del Watusi de Casavella, Barcelona vista desde el Guinardó, desde la montaña que te permite una visión completa de la ciudad, porque su propia geografía urbana te lo permite. Y contiene el tema de la huida… esa canción, consideraciones a parte sobre Loquillo y el personaje, un tipo al que de todas formas admiro, condensa como referente popular ciertas cosas de lo que sería el mito de Barcelona… “a los pies mi ciudad”.

“Después de haber pasado por talleres de escritura creativa, que te aportan muchas cosas, creo que el estilo es algo que busca y encuentra el propio autor. La prosa, su prosa, lo trabajas leyendo, escribiendo, fijándote en el estilo, no tanto en las tramas, en mi caso intentando leer menos traducción -que por otro lado es imprescindible- y sí muchos autores latinoamericanos, durante mucho tiempo he tenido una cierta alergia a la prosa del castellano español, y he tenido como referente más autores como Borges, Cortázar, Bolaño, Sábato, Rulfo, que no otros contemporáneos de la literatura española, reconociendo que Benet, Mendoza o Delibes son unos prosistas increíbles”.

A la mañana siguiente, Olga, Paco y Aitor montaron de nuevo en Clavileño y siguieron su ruta. Venían de València, donde habían estado charlando con el compañero Eduardo Almiñana, iban camino de Cartagena, el biotopo ampliaba área para sus organismos lectores.

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