Hace unas semanas, embarrada hasta las cejas en un terrorífico bloqueo lector, me topé con una antología de Nora Ephron que compré el verano pasado y todavía no había abierto (porque, aunque la dictadura de la mesa de novedades y la exigencia de la conversación inmediata os digan lo contrario, una nunca llega tarde a un libro, sino que se encuentra con él cuando las tripas, la cabeza y el horario así lo disponen). Total, que gracias a ese volumen acabé asomada a dos listas que Ephron escribió, ya enferma, explicando qué echaría de menos (las tartas, pasear por el parque…) y qué no (los mails, el sonido de la aspiradora…) al morir. El inventario de potenciales añoranzas (y alivios), me hizo pensar en cómo en el relato que lanzamos al universo sobre nosotros mismos juegan un papel igual de importante los asuntos que amamos y los que deploramos.
Somos nuestras filias y nuestras fobias, nuestros entusiasmos y nuestras decepciones. Nos definen nuestras pasiones, pero también lo hacen aquellos asuntos con los que no conectamos. O todo eso que todavía no nos ha pasado y anhelamos. Lo que aún no has conseguido, lo que nunca vas a conseguir. Las plegarias atendidas y las que esperan respuesta. En mi caso, aguardo impaciente poder posar las zarpas sobre dos libros recién salidos de imprenta: Literatura infantil, de Alejandro Zambra, y Et vaig donar els ulls i vas mirar les tenebres, de Irene Solà (ambos editados por Anagrama). De alguna extraña manera, me siento reconocida en ese afán no satisfecho. En esa víspera. No soy solo las ganas de que esas novelas lleguen a mis manos, sin embargo, esas ganas resumen bien quién soy en estos instantes: lo que me interesa y me eriza la piel aquí y ahora, los vínculos que he ido trenzando con la lectura, mis contradicciones, el profundo deseo de construir una madriguera en la que meterme a devorar celulosa. Y, por supuesto, las ansias de dar la turra con sus páginas a cada pobre hijo de vecino con el que me cruce (de hecho, ya solté a todos mis conocidos tremendas chapas con Poeta chileno y Canto jo i la muntanya balla, las anteriores obras de estos autores). Incluso si no me encantan tantísimo como espero, creo que esa frustración contará algo sobre quién soy, sobre qué lugar ocupo ahora mismo en el mundo, sobre en qué casilla vital me encuentro.
En ese registro de negativas que nos explican, se incluye además aquello que tememos y que, de momento, no ha pasado. Esos pavores que no han enseñado su hocico amenazante por el marco de la puerta, pero que hacen acto de presencia en nuestros desvelos. Es posible que esos miedos íntimos, profundos; quizás irracionales, quizás sedimentados en experiencias pasadas, digan más de nosotros mismos que las vagas descripciones con las que nos presentamos al resto en eventos sociales o, dios no lo quiera, sesiones de networking. Inmersos en ese safari humano que es la campaña electoral, pensaba también en cómo a menudo nos definimos no a través de las opciones políticas a las que votamos convencidos, sino mediante aquellas por las que jamás apostaríamos. Quizás no sabes quiénes son ‘los tuyos’, sin embargo, tienes clarinete quiénes no lo son. Quizás no tienes claro quién quieres que gane, pero sí qué victorias te provocarían pesadillas. De ahí se alimentan los profetas del voto útil, obviamente.
Decía antes que somos el resultado de aquello que nos gusta y disgusta. Justo por eso, resulta curioso que algunas personas decidan convertir su existencia en un ritual de adoración desquiciada hacia todos esos asuntos que les generan rechazo. Hablo de esos gruñones profesionales para quienes ir a la contra es el motor que da sentido a sus vidas. Son aquellos que siempre encuentran la apostilla aguafiestas, la grieta que supone una enmienda a la totalidad. Ese enfant-terribilismo del “todo mal, siempre mal, excepto lo mío y lo de mis amigos”. Si además ese desdén se produce hacia algo que fascina a la colectividad, muchísimo mejor. Ya sabes, no entienden a qué viene tanto alboroto con ese libro, esa autora, esa película o esa canción. No entienden qué les ves. Seguro que te has dejado engañar por el marketing. A ellos no les dice nada. Ellos son diferentes, no han caído en la trampa. Ellos son mejores… que tú.
No caben suficientes partículas en mi ser para transmitir lo muchísimo que detesto la expresión “todos los extremos son malos”. Ya está bien con los buhoneros de la moderación y la mesura: ese discurso suele traducirse en una tibieza que implica estar al lado de los poderosos. Dicho esto, encuentro igual de estomagantes a los dictadores ultravitaminados del pensamiento positivo (ese que no deja espacio para el disenso y la crítica; el que criminaliza la queja y el enfado y prescribe sonrisas como terapia polivalente) como a estos canallitas abonados 24/7 a la crítica pseudomordaz. Qué pereza. Por cierto, nos narramos también a través de la gente a la que no soportamos, por ello pocas cosas dan más gustirrinín que averiguar que a un amigo y a ti os cae mal la misma persona… y proceder al correspondiente despelleje, claro.
Tendemos a pensar que nos moldean las experiencias que vamos atravesando, sin embargo, ¿cuánto de lo que somos ahora se debe a esas vivencias que nunca llegaron a materializarse? ¿Qué importancia han tenido en nuestros itinerarios personales las plenitudes no alcanzadas, las decisiones no tomadas, todos los “y si…” que almacenamos en la despensa? Los caminos no elegidos, los rechazos recibidos y las negativas lanzadas contextualizan nuestro pasado, pero además explican nuestro presente. Nos permiten tener criterio, aristas. Nos permiten no ser tartas de fresa antropomórficas. Nos hablan de nuestros intentos, de nuestros cambios de opinión (nunca hay que confiar demasiado en alguien que piensa exactamente igual que cuando tenía 15 años) y de lo que hemos ido descubriendo. Al fin y al cabo, somos todos los ‘noes’ que habitan en nosotros.
Hasta la más hermosa de las historias tiene un final. La nuestra, la que hemos mantenido ustedes y yo estos ocho años, ha concluido. A veces, el periodismo es una experiencia merecedora de buenos recuerdos.