"Som les netes de les bruixes que no vau poder cremar”. El cartel lo enarbolaba una adolescente en una plaza. Tenía una trenza larga y una mirada tan limpia que sentí ganas de abrazarla, de decirle que mujeres como ellas son mi futuro. A su lado, centenares de voces jóvenes coreaban esa declaración colectiva de dignidad. Reivindicaban con orgullo todas las piras inquisitorias, reales o metafóricas, que nos han legado nuestras antepasadas. Algunas, muy pocas, con nombre propio. La inmensa mayoría, luchadoras solitarias y anónimas que se atrevieron a desafiar las reglas de un juego tramposo donde estábamos destinadas a repartir las cartas pero sin derecho a jugar. Hoy es uno de esos días en que las calles se llenan de cordones umbilicales donde cada una de nosotras grita con la voz de todas las mujeres que nos precedieron en sus pequeñas batallas cotidianas.
Conmigo vendrá mi bisabuela Pura, a quien no conoció ni siquiera mi madre. Una fotografía antigua del día de su boda, allá por la primera década del siglo pasado, me descubre a una mujer desconocida que miraba al daguerrotipo con desvergüenza, dejando que la posteridad le atrapara el alma en un cartón donde me reconozco. Del otro brazo llevaré a mi bisabuela Leonor, que ejercía de republicana y socialista sin atender a las recomendaciones de su marido, un pequeño propietario agrícola muy conservador, a quien no le gustaba que su mujer expresara sus ideas fuera de la alcoba. Leonor, la que se ganaba la admiración de los braceros porque los trataba como si fueran de la familia, que vendía leche casa por casa donde se la podían pagar y la repartía gratis entre quienes no podían hacerlo. Ellas no oyeron hablar nunca de feminismo. Hasta aquel lugar remoto de la sierra de Huelva apenas llegaban los redobles de los tambores de libertad e igualdad que comenzaban a sonar en las urbes del mundo civilizado, pero cultivaban esos derechos sin nombre porque se sabían fuertes y poderosas en sus pequeños fortines privados.
Mi madre, que heredó de ellas el nombre y la valentía, no sabe quién Olimpia de Gouges ni Margarita Nelken ni Simone de Beauvoir. No ha oído hablar jamás de Betty Friedan ni de Rosa Luxemburgo ni de Virginia Woolf. Ignora quienes fueron Carmen de Burgos, Frida Kalho o Clara Campoamor, pero me educó como si las conociera de toda la vida. Se empeñó en que su hija pudiera cumplir los sueños que a ella le estuvieron vedados por ser mujer, pobre y rural. No le importó hacerme unas alas con su trabajo detrás de un mostrador a sabiendas de que si aprendía a volar sola jamás volvería a su lado.
Prefirió un nido vacío a una jaula cómoda donde pudiera encontrarme cuando el paso del tiempo la hiciera vulnerable a la soledad. Hoy ella también vendrá conmigo aunque ya no pueda caminar a mi lado. Generaciones de galas, roques, manteras y toqueras han desembocado en mí como en una bahía donde el mar ya no es inaccesible, pero donde todavía hacen falta barcos para navegar. En uno de ellos viaja el último eslabón de esta saga femenina, mi hija, que ya nació con la rosa de los vientos bajo el brazo. A ella solo le deseo una travesía sin dragones ni sirenas que alteren el rumbo de su destino. Aunque también se quede mi nido vacío. @layoyoba