El cine con mayúsculas, el que se proyecta en las salas, vive su ocaso. La maravillosa historia emprendida por los Lumière se acerca a los títulos de crédito. Habrá que despedirse de otra de las pasiones que nos quedaban
Hace dos fines de semana fui a ver la película Los renglones torcidos de Dios, basada en la novela de Torcuato Luca de Tena. Me gustó. Éramos nueve espectadores en la sala, todos con más de cincuenta años. No me sorprendió. Desde que nos permitieron salir del encierro he ido al cine con frecuencia, y la mayoría de las veces he estado acompañado por muy pocas personas, o incluso solo, como me ocurrió viendo El padre, protagonizada por Anthony Hopkins, en un cine céntrico de València.
Ojalá me equivoque en esta como en otras cosas, ojalá me salga el tiro de mi pesimismo por la culata, pero aventuro que el cine proyectado en una sala —el cine de verdad— tiene los años contados. En las grandes ciudades su agonía será más lenta, a diferencia de lo que sucede en las pequeñas capitales de provincia y los pueblos, donde las pocas salas que resisten acabarán rindiéndose por falta de negocio.
El telón caerá definitivamente cuando desaparezcan las dos generaciones de espectadores que aún lo consideran parte de su educación sentimental. Si los exhibidores sobreviven es gracias a gente como yo, que prefiere pagar ocho euros por ver una película en pantalla grande, sentado en una butaca en una sala a oscuras, a hacerlo frente a un televisor de plasma. Digan lo que digan, no hay color entre una y otra experiencia.
Esto no lo pueden entender los jóvenes, que tienen otras formas de entretenimiento —como ser consumidores bulímicos de series en las plataformas vampíricas— y, además, se han acostumbrado a no pagar por la cultura. El público joven podría ser la solución para el cine, pero no está ni se le espera. En contra también juega el empobrecimiento de la población, que recorta los gastos en ocio.
Esta sensación de fin de etapa, de vivir el ocaso del cine, está presente en el documental dedicado al controvertido crítico Carlos Boyero. El propio Boyero se reconocía una especie en extinción en una industria que no da con la tecla para llenar de nuevo las salas. El Boyero amado y odiado que acude a las festivales de San Sebastián, Cannes y Venecia; el Boyero envidiado por los críticos jóvenes por alojarse en hoteles de cinco estrellas y comer en restaurantes de varias estrellas Michelin, está en el final de su carrera después de cuarenta años de oficio. Su jubilación cercana tiene algo de metáfora amarga, de admitir que los buenos tiempos ya no volverán.
Los que tenemos más de cincuenta años asistiremos, si Dios nos da salud, a la muerte del cine. Es triste pero no trágico. El hombre actual debe aprender a despedirse: del cine pero también de los periódicos de papel, las corbatas y los pantalones de tergal, el tratamiento del usted, el frío de los inviernos, en fin, de cierta forma de estar en el mundo y ver la vida.
Esta maravillosa historia que se acerca a los títulos de crédito comenzó, una mañana de domingo de los años setenta, cuando mi padre nos llevó, a mi hermano y a mí, a ver La isla del tesoro a los cines Astoria de mi ciudad natal. Fue entonces cuando prendió la llama de mi afición por el invento de los Lumière.
En los fotogramas de mi memoria se confunden tardes de felicidad en cines de distintas ciudades, cines céntricos y de barrio, también cines de verano, donde me reí con la escena del camarote de los hermanos Marx, me asusté con el tiburón de Spielberg, bailé con Tony Manero y observé a Brando acariciando a su gatito en El padrino; cines donde descubrí a Almodóvar, me emocioné con el amor de Meryl Streep y Robert Redford en Memorias de África, y lloré con la memorable escena de los besos censurados en Cinema paradiso; cines donde aprendí lo que es España con las películas de Berlanga, imité el cinismo del periodista Jep Gambardella en La gran belleza, y me estremecí con Tesis y el hacha de Jack Nicholson en El resplandor…
Mi vida no puede ser entender sin el amor al cine. Mi patria, a fin de cuentas, son los cines Babel de València, los Aana de Alicante y el Capitol de Albacete. Esa es mi patria. Por esa razón, mientras una sala quede abierta, allí estaré apoyando a su gente, desde la estrella que se pasea por la alfombra roja hasta el último taquillero, a toda la gran familia del cine en prueba de mi agradecimiento.
Este fin de semana iré a ver Girasoles silvestres de Jaime Rosales. Ya os contaré qué me pareció.