Los hay que leen mucho pero no saben colgar un cuadro. Ese soy yo. Un siniestro en la carretera me ha hecho replantearme muchas cosas. Por ejemplo, la utilidad de la cultura en este siglo gobernado por zoquetes. Más me valdría apuntarme a un curso de ebanistería
Como me paso la vida en la carretera, algún día escribiré una novela como la de Jack Kerouac, con un toque mediterráneo. Podría empezar con lo que me sucedió en la autovía A-31, a la altura de Albacete, en mi 11 de septiembre. Veinticinco años de carnet y nunca se me había pinchado una rueda, hasta esa fatídica mañana. La rueda trasera derecha, para ser exactos. Aparqué en el arcén como pude, y busqué en la guantera, entre mi desorden habitual, la documentación de la aseguradora. En un papelajo encontré el teléfono de contacto. No tardaron en cogérmelo. Pedí ayuda para que me cambiaran la rueda.
“Escogí la cultura y el arte como sustitutivos de la vida, como una forma de paliar sus carencias, y ese ha sido mi error”
Se reconoce al hombre inútil en que no sabe —ni siquiera lo intenta— cambiar una rueda. Hasta dudé si tenía de repuesto. Luego vi que sí. Coloqué el triángulo de emergencia y me puse el chaleco reflectante, y comencé a esperar. Me habían advertido de que la grúa tardaría 30 minutos en llegar. Pero no hizo falta. Porque enseguida un coche patrulla de la Guardia Civil se detuvo detrás del mío. Por primera vez en mucho tiempo, el Estado acudía en mi rescate, y no con la reiterada costumbre de desplumarme a base de impuestos, tasas y multas.
La pareja de agentes —uno joven y otro a punto de jubilarse— se interesó por lo que me había sucedido. Les reconocí, no sin vergüenza, que no sabía cambiar una rueda. Agradecí que no hicieran ningún comentario mordaz sobre mi impericia de conductor. Supongo que están acostumbrados a toparse con gente torpe en la carretera. En medio de la conversación llegó un motorista del Cuerpo; quería saber si sus compañeros necesitaban ayuda. Como su presencia era innecesaria se marchó, no sin antes advertirme de que llevaba el chaleco puesto del revés. Sería por los nervios.
¿Por qué cuento esta anécdota sin el mínimo interés para la mayoría de mis pocos pero bien escogidos lectores? Porque me hizo reflexionar sobre mis carencias de varón en el inicio de este mediocre siglo XXI. Tanto hablar, tanto leer, tanto escribir para luego no saber cambiar una simple rueda. Eso lo sabía hacer mi padre y el padre de mi padre, que tenían estudios primarios; hasta un adolescente de los que critico —tal vez injustamente— saldría del aprieto en esa circunstancia. Pero yo no, después de haber pasado por la Universidad y malgastar el tiempo asistiendo a cursos y másteres. ¿De qué me ha servido saber quién es Patroclo en la Ilíada? De nada.
En cierta medida, por esta y otras razones que prefiero no mencionar me siento un pelín fracasado, no tanto como el joven Casado cuando se presenta a unas elecciones generales, pero casi. Un fracasado que es incapaz de resolver cuestiones prácticas. No sabe cambiar una rueda, pero tampoco colgar un cuadro, cocinar una paella y, mucho menos, montar un mueble de los suecos. ¡No sé hacer casi nada de utilidad! Lo único que se me da bien —y no siempre— es escribir estos artículos en media hora, y leer con aprovechamiento y rapidez. En mi profesión, quien me conoce sabe que me dedico a enseñar conocimientos muertos, por completo innecesarios para esta sociedad de cabezas de chorlito.
Lo terrible de la situación es que no hay marcha atrás. Lo aposté todo a la carta engañosa de la cultura, y sospecho que me he equivocado. Mis libros no me sacarán de otro aprieto, como el que viví en la autovía A-31. Para sobrevivir hay que ser prácticos —y un poco canallas— y yo no lo soy. Me veo como un mueble viejo al que sus dueños retirarán pronto de casa. Me lo tengo merecido por dar más importancia a la cultura que a la naturaleza. Escogí la cultura y el arte como sustitutivos de la vida, como una forma de paliar sus carencias, y ese ha sido mi error.
Como la cosa no tiene remedio, seguiré con mi vida de antes —leyendo el maravilloso diario íntimo de César González-Ruano y dejándome caer, algún sábado, por los cines Babel—, hasta que vuelva a sentirme un inútil acudiendo a un vecino para que me enseñe a manejar el lavavajillas que me voy a comprar, o tenga que cambiar las cortinas del despacho, que han adquirido un color oscuro, de una naturaleza inquietante, por el paso del tiempo.