Conviene ser agradecido alguna vez, rendir homenaje a los que te sirvieron de ejemplo en la vida y el periodismo. Echo la vista atrás y encuentro a un puñado de hombres y mujeres en los que me reconozco. En parte soy lo que soy gracias a ellos
VALÈNCIA. La academia estaba situada en el bajo de un edificio antiguo de dos alturas, cerca de la casa de mis padres. La regentaba una señorita flacucha y avinagrada. No recuerdo su nombre. ¡Hace tantos años! Aquella mujer fue mi primera maestra, la que me enseñó a leer y a sumar y restar. Hoy está mal visto por los pedagogos modernos. Los niños de cuatro años deben iniciarse en el aprendizaje de su sexualidad, pero en modo alguno han de tener contacto, siquiera levemente, con el abecedario y los números.
Aquella maestra nos pegaba con una regla cuando nos portábamos mal. Oíamos nuestro nombre y enseguida saltábamos del banco de madera, acudíamos a su mesa y ella te decía: “Pon la mano”. Cerrabas los ojos, oías de fondo las risitas de los compañeros y esperabas el golpe certero y reparador. El castigo físico, en sus manifestaciones más suaves, estaba permitido e incluso elogiado por algunos progenitores. Hoy cualquier profesor que se atreviese a ello acabaría en la cárcel, con penas más severas que las que les impusieron a los directivos que saquearon las cajas de ahorros.
Seguí llevando pantalones cortos cuando comencé la EGB en el colegio salesiano de Albacete. Severiano Landete fue mi maestro los cinco primeros cursos. Era moreno, llevaba algo de melenilla y gastaba suéteres ajustados y pantalones de pata de elefante. Me acuerdo del primer día de clase. Oía sus palabras de bienvenida mientras toqueteaba las tapas de los libros de Santillana que alguien había dejado sobre el pupitre. Antes de ser maestro, Severiano había sido portero del Albacete Balompié.
No he sabido nada de Severiano desde entonces. Lo recuerdo con afecto, como el que siento por algunos profesores y catedráticos del instituto Andrés de Vandelvira, donde estudié el BUP y el COU. A algunos los llamábamos por sus motes, ciertamente crueles. Los institutos de los años ochenta eran centros serios de enseñanza, con un profesorado que imponía respeto por sus conocimientos. Los alumnos íbamos a aprender. Cuarenta años después, los institutos, salvo encomiables excepciones, son centros de día de adolescentes, parques temáticos para que los muchachos se dediquen a las relaciones sociales y se inicien en el intrincado mundo del erotismo.
“Los institutos de los ochenta eran centros serios de enseñanza, con un profesorado que imponía respeto por sus conocimientos”
De todos aquellos profesores de instituto recuerdo a uno en especial. De origen alavés, era catedrático de Griego y canónigo de la catedral de Albacete. Se llamaba Jesús José Rodríguez y Rodríguez de Lama. Quiso el destino que nos hiciésemos amigos después de mi paso por el instituto. Durante más de veinte años lo visité, por Navidades o Semana Santa, en su piso de la calle Albarderos. En el comedor me esperaba con la cafetera hirviendo y un plato con pastas para merendar. Era un hombre bueno, en el sentido machadiano de la palabra. En aquellos encuentros hablábamos de todo, de los últimos acontecimientos políticos (era un cura tirando a progre), de la educación que comenzaba a pudrirse, de mis principios en el periodismo, de religión y sobre todo de su pasión por los clásicos. Me recitaba a Homero con los ojos cerrados. La última vez que lo vi fue en una residencia de ancianos. Ya no podía vivir solo debido a una enfermedad. Al cabo de un año regresé y me dijeron que había muerto, sin aclararme cuándo había sido. Jesús José (Jejo para sus alumnos) es una de las personas que más me han marcado, un auténtico maestro, un faro en mi vida.
En la Universidad Complutense, donde estudié Ciencias de la Información, viví de las rentas del COU, sobre todo el primer curso, en el que no hubo clases hasta febrero por una huelga de profesores. Temí que suspendieran el curso. En mi grupo éramos 200 alumnos, y entre ellos estaba el luego actor Antonio de la Torre.
La Facultad de Periodismo era Sodoma y Gomorra para un chico de provincias como yo, con escasa experiencia en los aspectos más íntimos de la existencia. Tuve la suerte de que me dieran clase profesores de la talla de Julio Gil Pecharromán y Juan Francisco Fuentes, la novelista Marta Portal, el periodista Felipe Sahagún y, sobre todo, el también periodista y escritor José Julio Perlado. Con este recuperé la relación al cabo de muchos años, cuando atisbaba mi despido en un diario madrileño. Quedamos en el café Gijón y le resumí, en una hora, lo que había sido de mi vida. Después nos vimos en tres o cuatro ocasiones, también en Madrid. En los últimos años hemos intercambiado correos cada vez que le he enviado uno de mis relatos. Sus comentarios son generosos y lúcidos. Me recomienda paciencia y no tener prisa.
En febrero José Julio Perlado publicó Los cuadernos Miquelrius (Editorial Funambulista), un libro que bebe del género de las memorias sin renunciar a la ficción. En ellos repasa su vida, desde las bombas que caían en el Madrid de 1936, año en que nació, hasta sus vivencias en el Mayo de 68 siendo corresponsal del ABC. Por sus páginas pasan personajes que conoció, como Cortázar, Onetti, Mujica Lainez, Baroja, Fellini, Cela y otros grandes de la literatura y el cine. He sido feliz leyendo estas memorias.
Mis últimos maestros han sido periodistas que conocí en el ejercicio de la profesión. Dos mujeres y un hombre. Mi primera directora fue Rosa Villada. Con ella me estrené como redactor y reportero. Rosa es hoy una novelista con una extensa, fecunda y variada obra. Hace poco me dijo que había terminado su última novela.
Al frente de Las Provincias María Consuelo Reyna fue la periodista más influyente de la prensa valenciana durante veinticinco años. Vivía en el periódico, auxiliada por su secretario, el cortés Pablo Llop. Su trato era a veces distante, pero ella, y no otros, me dio la oportunidad de aprender este cruel y hermoso oficio. Tenía nervio, visión y valentía para imponer su visión de las cosas. Era una líder. También con ella he intercambiado correos estos años. Hace tiempo que no sé nada de María Consuelo.
Y el último, pero no por ello menos importante, fue Benigno Camañas, otra criatura de Las Provincias. Me rescató de la nada para ser redactor en El Mundo. Cuando estaba a punto de morir, fue a visitarlo a su casa con Carlos Aimeur. Tengo vivo el abrazo que nos dimos al despedirnos Una mañana de verano me enteré de su muerte. En el tanatorio coincidí con María Consuelo. Fue la última vez que la vi.
A todos mis maestros, desde la señorita que me palmeaba las manos hasta Benigno, les debo en gran parte lo que soy. He sido afortunado al conocer a personas que me ofrecieron su experiencia para abrirme paso en la selva de la vida. Sirvan estas líneas de agradecimiento, y confío en que sean leídas con indulgencia, allá donde se encuentren.