Esta semana he leído dos noticias que dan cuenta de la búsqueda de vida fuera del alcance de los platós de televisión. La primera, más creíble, es que la NASA ha confirmado que la Tierra en el mar de la luna riela, como diría Espronceda. Existen depósitos de agua en el satélite, más de los que en principio cabría imaginar. Lo cual amplía nuestras posibilidades de dar rienda suelta a ese viejo vicio europeo del colonialismo, que con tantos quebraderos de cabeza sigue practicando Estados Unidos por la vía extraoficial de los agentes secretos, los tratados comerciales y las intervenciones militares. Un solo grifo instalado en la superficie lunar no solo valdría para enganchar una manguera y regar los baobabs del Principito, también inauguraría la primera área de servicio de nuestra autopista hacia otros planetas. De momento, sin rotondas.
La segunda de las noticias, no tan contrastada, me parece, me llega a través del Twitter de mi amigo y compañero Sergio Sampedro. Habla de que unos científicos rusos han devuelto a la vida a unos gusanos congelados en permafrost que no pudieron atender la llamada de Noe, en aquellos tiempos en que las plagas y los fenómenos atmosféricos no tenían un origen tan imaginativo como el de pensar que el coronavirus se fugó de un campo de entrenamiento chino de armas biológicas. Estos gusanos, de decenas de miles de años, han despertado, aseguran los rusos, entumecidos y con los calambres típicos de quien pasa más de ocho horas en la cama. Pero con las ganas de buscarse el sustento de quien desconoce que ya existen las aplicaciones que facilitan la entrega de comida a domicilio.
Y mientras la vida se abre camino en el espacio exterior y en una favela helada de lombrices prehistóricas, la ciencia sigue unida en pos de los tratamientos que puedan acabar con la pandemia de Covid-19 y devolvernos al estado mercantil de las cosas. Los investigadores, sujetos al método de la prueba y error, han descartado ya encontrar vida entre los humanos, que hemos sacado a relucir lo peor que albergamos en el cajón del instinto de supervivencia. La culpa de la segunda oleada no es nuestra, sino de los científicos, que no tienen en cuenta la economía, de los empresarios, que descuidan la salud de sus clientes, o de los políticos, que no saben manejar una situación que ya había anticipado todo el mundo excepto ellos. Ya sea en Soria, en Chipre, en un oscuro condado de Wisconsin, en la Siberia congelada o en los pozos argénteos de la luna.
Algo de responsabilidad, digo yo, tendremos que mostrar y asumir, también, en medio de este sindiós que no conoce fronteras, clases, nóminas, géneros ni números. Vamos sin mascarilla en el ascensor, pero la culpa de los contagios no es nuestra. Carecemos de la paciencia de un gusano siberiano, pero la culpa de los contagios no es nuestra. Nos mostramos incapaces de renunciar a ninguna de nuestras costumbres, salvo que medie una orden ministerial, con lo que nos consideramos oprimidos, pero la culpa de los contagios no es nuestra. Organizamos botellones de madrugada o participamos en timbas de póker en locales clandestinos, pero las únicas decisiones malas son las de los confinamientos perimetrales y la masificación de los transportes públicos. La culpa no es nuestra. Es evidente que en todos los países se están tomando decisiones erróneas, puede que en España más, que habrá que analizar y reprender cuando todo esto pase. Pero también podríamos poner algo de nuestra parte, asumir que las cenas de Navidad tendrán acceso restringido y confiar en que la ciencia, la misma que es capaz de hallar agua en la luna, dará con la solución en algún momento. Que llegará más rápido cuanto más capaces seamos de tener en cuenta a los demás.
@Faroimpostor