Estoy leyendo La España inteligible de Julián Marías, y me impactó por encima de otras reflexiones aquella en la que destacaba la ausencia de referentes históricos claros en la memoria de nuestro país. Escuchando una conferencia de Jaime Mayor Oreja sobre el relativismo moral que asola nuestra sociedad, el expolítico manifestaba la carencia de líderes que implantaran los valores europeos, cimentados según él, en la filosofía griega, el Derecho romano, y el cristianismo.
Ambos tienen razón, la sociedad está envuelta en una crisis estructural materializada en el olvido de modelos a seguir, al menos en referentes reales y no basados en representaciones de la ficción. Se habla de Europa, pero no se nombra a los padres fundadores como Konrad Adenauer o Robert Schuman, se enarbola la patria española sin recordar a figuras históricas… Concebimos en la cabeza definiciones, proyectos e ideas vacías sin la personalización de estos en nombres determinados. No tenemos ningún ejemplo idealista sobre el que basar la creencia por lo que luchamos. Esos planes virtuosos sin cimentarlos sobre una personalidad honesta o por el que cuyo recuerda merezca la pena sacrificarse, han convertido a la virtud o a la idea de bien en una quimera inexistente. Nos dibujan un mundo en el que parece ilusorio poseer algún tipo de convicción o ideal, el desorden ha pasado a ser un atributo atractivo y el orden una regla aburrida que uno debe renunciar a él si quiere ser feliz.
El otro día, leyendo un artículo publicado en la pagina web de Antena 3 titulado San Valentín: consejos para poner los cuernos a tu pareja sin que se entere, me sorprendió además del título, una frase textual que decía: "no hay nada más bonito para quien se conforma con las migajas de Cupido, que creer que al homínido que tiene al lado aún le quiere y le es fiel como en los cuentos de los años 90". De película, y nunca mejor dicho. Desgraciadamente estamos acostumbrados a que en la factoría del entretenimiento se banalice el engaño o la traición como si tuviésemos que verla como algo relativo sin juzgar a quienes cometen dichas infamias. Millones de personas asisten semanalmente o incluso diariamente a la cita televisiva en la que se reproducen conductas lesivas, y comparten con sorna o incluso jactándose, los infames de cada programa. ¿Alguno se ha parado a pensar el daño que producen dichos comportamientos en los terceros involucrados y afectados? Ni por asomo, la realidad es que cada uno va a su marcheta, como diría mi suegro. Individualismo que constituye el verdadero mal de esta sociedad. Antropocentrismo en el que cada uno utiliza su propia moral con el fin de no sentir el cargo de conciencia que constituye el haber actuado lícita o malamente. Extirpando la teoría platónica de la idea del bien, todo está permitido.
Cohabitamos en un orbe tan deformado que cuando surgen imágenes alentadoras, como aquella publicada por ABC en la que un matrimonio de octogenarios se despide dándose la mano tras enfermar por la covid-19, se comparte como si se tratase de una proeza o algo extraordinario. A lo mejor es que en la existencia en la que lo extraño ha pasado a ser rutina, lo normal se ha convertido en extraordinario. Los seres humanos, del mismo modo que somos individuos concebidos para vivir en sociedad, hemos nacido para amar y ser amados. Me viene a la mente la reflexión de María Palmero en VozPópuli en su artículo ¿Quién quiere tener hijos pudiendo ver Netflix y gozar de sexo sin compromiso?, en donde dice: "Cumplir los 30 viviendo con dos gatas bien se parece al sexo sin amor: está guay durante una época y te colma de adrenalina, pero no puede ser un plan de vida a largo plazo".
Desgraciadamente, como dice el Papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti,"Somos una sociedad que vive de espaldas al dolor". Y todos los que aman o han amado conocen de buena tinta que el querer implica sufrir, ya sea porque trae consigo hacer sacrificios o porque supone llevarse alguna que otra decepción. En una sociedad líquida como en la que estamos, todo lo que constituya hacer un esfuerzo mayor, al mínimo es desechado. Comida rápida, entretenimiento rápido, sexo rápido, vamos cuesta abajo y sin frenos porque no nos paramos a pensar si lo que hacemos nos hace felices o merece la pena.
Hemos desertado del sufrimiento en una vida en la que este es inevitable. Pensaba hace unos días preparándome el artículo en figuras como la de Ignacio Echevarría, aquel héroe del monopatín que sacrificó su vida por salvar la de una mujer cuando esta iba a ser asesinada por unos terroristas en Londres. Dicho martirio implica sacrificio, un presente ausente en esta sociedad acostumbrada a recibir y no a dar. Ese ir cada a uno a su bola es lo que convierte a el dar la vida por los amigos en una ilusión. Se traiciona, se engaña, se manipula, todo parece estar justificado. Ese desarraigo personal es lo que provoca otros desapegos patrios como el manifestado por los youtubers que se van de España para pagar menos impuestos. Tasas que irán, o al menos deberían hacerlo si tuviéramos un sistema fiscal organizado, a cubrir las necesidades de sus allegados. Familiares que les deben importar un comino, si les importase estarían dispuestos a cubrir los importes pensando en sus vecinos no tan afortunados.
Así estamos, viviendo en una sociedad inconsciente de que coexiste con más gente, personas emancipadas del resto de los mortales sin implicarse plenamente en sus relaciones a sabiendas de que el compromiso implica sacrificio, de que amar supone renunciar a ciertas cosas. ¿Se creen que el infiel que le pone los cuernos a su mujer será capaz de dar la vida por su país o por unos ideales? Permítanme que lo dude. En un mundo en el que lo correcto parece lo extraño y lo equivocado lo ordinario, no esperen más que el caos propio del que prefiere la mentira a la verdad.