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reflexionando en frío / OPINIÓN

Ser tránsfuga no es lo peor

4/10/2022 - 

En la disciplina orgánica de la partitocracia de nuestro país, la mayoría de los políticos no son más que engranajes de la engrasada estructura de los partidos. Por ello, no es llamativo toparse con alegatos como el vertido por María José Adsuar en el que promete lealtad a la ciudad de Alicante y al PSOE. Consideran a las siglas un organismo con entidad equiparable a la de una nación o institución.

El partido es un fin en sí mismo, no el medio que debiera ser para mejorar la sociedad. Esa omnipotencia es la que provoca que cuando los intereses de marca chocan con los de la ciudadanía, siempre se perjudique a los votantes. ¿Acaso no saben que la razón por la que el PSOE se ha prestado a liberar a presos de ETA se reduce netamente a la búsqueda de la permanencia del socialismo en La Moncloa? Gobernar por gobernar, que la empresa se perpetúe en el pequeño círculo verde del poder. En esa alta estima que tienen a los partidos políticos se comete un agravio a los intereses de la mayoría. Se suele decir que los del PSOE son primero socialistas y después españoles, pero se da en todas las formaciones. Sólo así se explica la perpetuación de los dirigentes en unas siglas que han dejado de representarles. Los hay que aguardan sumisamente la deriva del partido pese a que condenan el camino ideológico emprendido. Siguen defendiendo la jerarquía, aunque discrepan en su fuero interno en las decisiones. Pienso por ejemplo en la gente que sigue en Ciudadanos y me cuesta imaginar que un día compartiera mesa con ellos. Son el claro ejemplo de la primacía de la estructura por encima de unas ideas. No sé si recordarán cuando Inés Arruinadas salió escoltada por sus fieles y estableció la distinción entre ser de Cs o estar en Cs. Defender un proyecto que ha renunciado a los principios fundacionales es apostatar de los valores individuales. Hay que tener la valentía de Winston Churchill cuando se pasó del partido Conservador al Liberal alegando que cambiaba de siglas para no cambiar de principios.

En política proliferan los que mutan sus valores cuando su partido sufre metamorfosis ideológicas. Sobreviven en las reuniones orgánicas silenciando su espíritu crítico para permanecer en el puesto. Servilmente, con complejo de mamporreros, solo alzan la voz para desacreditar a los que osan cuestionar a sus jefes. El otro día Emiliano García-Paje criticó los pactos de Pedro Sánchez y Guillermo Fernández Vara se apresuró a condenar esos reproches mientras esperaba una caricia de su líder. Ponía el partido por encima de cualquier corriente personal. Dejaba claro que le importaba más el PSOE que el país. Las siglas mandan, ellos obedecen y España padece. Cuando un político tiene como prioridad al partido que representa traicionará a su votante en cuanto sus intereses dejen de ser los mismos. No alcanzan a comprender que las siglas no son más que una plataforma para conseguir cambiar las cosas en un sistema electoral sin listas abiertas.

Claro está, les hay que pierden todo tipo de disciplina enarbolándose como versos sueltos sin acarrear ningún tipo de responsabilidad. Es lo que le pasa a Cayetana Álvarez de Toledo, que con alardes de amazona defiende en su libro Políticamente indeseable su insubordinación a la hora de dar los discursos como portavoz parlamentaria y su recreación con mensajes en la tribuna contrarios al PP. Eso, aunque pueda parecer heroico, es irresponsable. Cuando uno es la cara visible de un grupo parlamentario no puede decir lo que le venga en gana, debe acotar su discurso a los parámetros establecidos en los diferentes temas. Juan Carlos Girauta siempre dice que cuando él era portavoz de Ciudadanos en el Congreso tenía que defender algunas cosas con las que discrepaba en ciertos aspectos. Un líder parlamentario díscolo es algo así como un editorialista que escribe su punto de vista y no el de la línea editorial del periódico.

Los hay también, que ingratamente, deciden alargar su figura más allá de la del partido dinamitando todo desde dentro. Personajes como Macarena Olona, una desagradecida a la que no le votarían ni los de su casa sino se hubiese enrolado en Vox. Ahora muerde la mano que le ha dado de comer poseída por un narcisismo recalcitrante que le hace sentirse despechá, como Rosalía.

No se debe caer en la subyugación al partido renunciando a todo tipo de principios, pero tampoco podemos usar la organización para nuestro propio beneficio de promoción personal. Ambos vicios adolecen del pecado de no buscar el fin por el que uno se mete en política: liderar la sociedad.

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