El día que se iban los autos de choque se acababa el verano. Por más años que pasen, mediado agosto vuelve a mi memoria ese regusto a soledad, a fin de fiesta, que sentía cuando los feriantes abandonaban el pueblo con todas sus atracciones rumbo a otras ferias vecinas. La plaza aparecía desnuda sin la pista de los cochecitos que interrumpía el paso a la iglesia y al ayuntamiento. Sorda, sin el sonido del claxon que marcaba el inicio y el final de cada viaje. Sin las canciones del verano que atronaban el pueblo a través de los altavoces de la pista. Todo el dinero que me daban mi madre y mi abuela iba a parar a una ranura mágica situada en el capó del coche donde se introducían unas fichas gordas, amarillentas y pegajosas que ponían en marcha el vehículo. La duración del viaje se regía por las reglas de la oferta y la demanda. Mis primeras lecciones de economía neoliberal consistieron en saber cuándo los viajes eran más largos. Segunda, asociarse con una amiga para comprar bonos de seis viajes al precio de cinco. Tercera, hacerse amiga del feriante. Y la cuarta, cuando ya estabas sin blanca, esperar en los aledaños de la pista con la mejor de las sonrisas a ver si alguien te invitaba a subir de copiloto. Las más guapas se pasaban el día montadas en los autos de choque sin necesidad de hacer autostop. Más o menos como siempre. A mí me daba miedo subir en marcha así que pocas veces aceptaba las proposiciones que casi nunca eran gratis. Los chicos se creían con derecho a echarte el brazo por encima de los hombros mientras conducían con una sola mano en plan chulito. Como si hubieras pasado a ser de su propiedad por el módico precio de una ficha. Sin embargo, cuando se producía ese momento maravilloso en que el mozo por quien bebías los vientos aquel verano te invitaba a subir y te abrazaba suavemente para protegerte de los golpes, toda la felicidad del mundo se concentraba en aquel pequeño artilugio metalizado de colores brillantes. Subir a ese coche era lo más parecido a una declaración de amor. Y eso que lo de ir de copiloto no lo llevaba demasiado bien. Lo que a mi gustaba era conducir. Hacia delante, luego parar en seco girando el volante y marchar hacia atrás demostrando mi pericia sin chocarme con otros coches. Esquivando cafres que mostraban sus pasiones adolescentes embistiendo de frente hasta hacerte saltar del asiento y llenándote el cuerpo de moratones. Heridas que trazaban mapas azules en la piel. Rescoldos de una guerra veraniega que te amarilleaban los muslos al aire hasta que los pantalones largos volvían a ocupar un lugar predominante en el ropero. A mediados de agosto ya era septiembre, aunque no lloviera.
Ahora los finales de verano ya no vienen marcados por la marcha de los feriantes. Los que se van son los turistas, las madrugadas sofocantes, los gintónics a la fresca, las opíparas cenas salpimentadas de risas, Trivial 90 y spotify. La regadera navega en la tinaja desbordada por las intensas lluvias de los últimos días. Ya no hace falta regar cada atardecer. Las lagartijas de la terraza se han despedido a la francesa. Y a partir de hoy, el despertador del teléfono móvil vuelve a estar activado. Septiembre. @layoyoba