VALÈNCIA. De las riot grrrls, como de tantísimas otras cosas, se habla mucho pero siempre se suele decir lo mismo. Una definición sintética de lo que significaron podría ser así: las riot grrrls fueron el primer movimiento feminista organizado de forma consciente y con una conciencia política que existió en la música pop. Hasta ese momento -que tuvo lugar entre 1990 y 1993-, el feminismo carecía de una identidad que lo hiciera visible en el mundo del rock porque solamente contaba con elementos sueltos y desconectados entre sí. Para muchas de las bandas femeninas que florecieron en el noroeste de Estados Unidos coincidiendo con la llegada del grunge, las mujeres que formaron parte de grupos como The Slits o The Raincoats se convirtieron en referentes, por su manera de hacer, de expresarse y porque fueron pioneras. Otros nombres surgidos entre 1975 y 1977 -el periodo de tiempo en el que se puede decir realmente que el punk tuvo razón de ser- como los de Patti Smith, Siouxsie, Chrissie Hynde o Debbie Harry fueron también figuras fundamentales, aunque quizá menos obvios, en la música de esta nueva generación. Estas y muchas otras mujeres de esa primera oleada feminista del pop fueron artistas que de manera individual pero sincronizada, aunque no organizada, inauguraron una nueva era en la música. Se rompió con los estereotipos de estilo musical e imagen –caso de Siouxsie o Poly Styrene-, y también se reivindicó el papel de símbolo sexual con la misma libertad con la que lo hacían hasta entonces artistas como Bowie o Jagger. Tres lustros después, las riot grrrls fueron más allá y se organizaron de manera consciente para reclamar sus espacios, hacer oír sus voces y difundir sus mensajes.
El primer libro en contar la historia del movimiento acaba de aparecer en España bajo el título Las chicas al frente. Lo firma Sara Marcus, una profesora de inglés especializada en textos y ensayos relacionados con la música, el género o los efectos del sida en la sociedad y la cultura. Su relato es purista y evita meterse en muchas de las historias paralelas que, justificadamente o no, acompañaron a las riot grrrls. Porque al poco de nacer, y con la llegada del grunge, dejaron de ser un tema exclusivo de los círculos especializados en música independiente, sobre todo a raíz de que Nirvana alcanzaran la fama. Reconocido defensor del feminismo, Kurt Cobain recomendó sin descanso aquellas bandas rudimentarias que funcionaban por medio de casetes, vinilos autoeditados y fanzines. Pero el movimiento existía desde un par de años antes y eso es lo que nos explica Marcus en ensayo. Todo comienza con una estudiante de Olympia, estado de Washington, llamada Kathleen Hanna, que se apunta a un taller impartido por la escritora neoyorquina Kathy Acker, una de las voces que entonces proyectó una nueva mirada sobre la mujer a través de una literatura testimonial y sin miedo a hablar sin tapujos. Acker le dijo a Hanna que se olvidara de hacer spoken word porque la repercusión sería mínima. A cambio, le recomendó que montara un grupo de rock, un vehículo mucho más efectivo para transmitir lo que ella necesitaba transmitir. Rabia, rabia, rabia. La frustración acumulada por el hecho de saberse amenazada por el hecho de ser mujer, de saberse menospreciada por los republicanos que desde 1981 gobernaban el país, de saber que tendría que luchar el doble para poder alcanzar los mismos objetivos que sus compañeros varones.
Bikini Kill, Bratmobile y Heavens To Betsy, las tres bandas que dieron forma y sentido al movimiento riot grrrl, son las protagonistas del relato de Marcus. Gracias a estas tres formaciones musicales, el feminismo caló como ideología en un medio tremendamente sexualizado y segregado como lo era la música pop de entonces, otorgándole de una vez una dimensión política. Era el momento idóneo, de la misma manera que la escena underground de entonces era el escenario perfecto. La ciudad de Washington se había convertido en la cuna de un movimiento neopunk que se manifestaba en contra del poder económico de las grandes discográficas y de oligarquías mediáticas como la que entonces ostentaba MTV. Ian MacKaye y Fugazi pusieron en marcha el sello Dischord; y a su vez, Calvin Johnson reivindicó un regreso a la sencillez en todos los aspectos. Tanto la música que hacía con Beat Happening como la que editaba en el sello K abogaban por un sonido rudimentario que era también una declaración de principios: no querían ser estrellas de rock. Una corriente ética que sin las riot grrrls no hubiese sido más que otra revuelta en la que solamente participaban chicos blancos. La aparición del primer número del fanzine Riot Grrrl denunciaba “la ausencia del poder femenino en la sociedad en general y en el punk rock underground en particular”.
Corin Tucker y Tracy Sawyer viajaron desde Oregón hasta Georgia solamente para ver actuar a Pylon, una banda de culto que en aquel momento acababa de reunirse. La manera de cantar de Vanessa Briscoe las cambió para siempre y poco después nació el dúo Heavens To Betsy; años más tarde, Tucker fundó con Carrie Brownstein las también imprescindibles Sleater-Kinney. Con proclamas como “George, stay out of my bush”, que iban dirigidas al entonces presidente y que podrían traducirse como “George, mantente alejado de mi mata de vello genital”, las bandas de mujeres crearon una red de actividades que incluían conciertos, sellos discográficos, clubes, festivales, ensayos e intercambio de ayuda. Por muy independiente y underground que fuera, aquella escena no estaba libre de la amenaza de la violencia machista, y dicha situación se hizo patente cuando en julio de 1993, Mia Zapata, cantante del grupo The Gits, fue violada y asesinada. La repercusión que entonces tuvo aquel crimen tuvo mucho que ver con la existencia de las riot grrrls. Treinta años después, la importancia que tuvieron y que siguen teniendo –porque su legado se ha mantenido vivo más allá de los estilos musicales- sigue creciendo cada día, paralelamente a la toma de conciencia de lo que significa la igualdad de género y la lucha por erradicar el machismo.