Revista Plaza Principal

Dana

Dana, la vida un año después

La noche del 29 de octubre de 2024, las calles de las localidades arrasadas por las inundaciones mostraban una imagen apocalíptica. Al día siguiente los afectados nos abrieron las puertas de sus casas devastadas, compartieron sus miedos y mostraron un dolor indescriptible. Un año después, regresamos a esas mismas calles, llamamos a las mismas puertas y hablamos con los mismos protagonistas con un propósito claro: saber cómo están

  • Una mano de barro perdura en las calles
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A principios de septiembre, la plaza de Sedaví rebosa vida. La cafetería está repleta de personas que disfrutan de la brisa fresca que anuncia el final del verano. Los niños corren de un lado a otro, pasándose el balón hasta que uno de ellos lo estrella contra una pared descascarillada y manchada de barro. En los bancos de piedra unas mujeres contemplan la cotidianidad que durante meses les fue arrebatada. Nadie olvida aquel martes 29 de octubre, cuando la fuerza del agua se convirtió en un tsunami que fue directo hacia los municipios que encontró a su paso: Paiporta, Picanya, Sedaví, Alfafar, Massanassa, Benetússer, Aldaia, Catarroja y así hasta 78. La riada arrasó calles y hogares, pero también apagó las risas infantiles, borró el aroma a café de las mañanas y, en el aire, había un olor espeso e intenso, mezcla de lodo y madera húmeda. Durante meses, las calles permanecieron teñidas de marrón; las botas de agua se volvieron imprescindibles, y del olvido se rescataron herramientas como palas y haraganas, esenciales para quitar el lodo que se filtraba por todas partes. Este 29 de octubre se cumplirá un año de aquellas inundaciones que dejaron 229 víctimas en la provincia de Valencia. Hoy, una aparente normalidad ha regresado a esas poblaciones que todavía exhiben cicatrices de aquella tarde. La arena rojiza aún se acumula en aceras y vehículos, hay casas sin techumbre, garajes vacíos y junto a comercios reabiertos persisten otros con las persianas bajadas y dañadas. Una estampa que refleja las dos velocidades de la recuperación.

  • Descampado repleto de coches -

El recuerdo de aquella noche estremece a Eva Rodrigo. Su hijo Jordi y ella la pasaron en la planta superior de la vivienda, pendientes del móvil por si Antonio Rodríguez, su marido, se comunicaba con ellos y suplicando que el agua no subiera a la parte superior. El matrimonio se reencontró al día siguiente —«llevaba un pijama que le habían dejado», recuerda Eva—, cuando el agua se convirtió en lodo y los vecinos comenzaron a salir a la calle. Lo recuerda sentada en el comedor, un espacio que hasta hace poco ocupaban unas sillas de plástico. «No sabes valorar las pequeñas cosas hasta que las pierdes», reflexiona.

Aquel tsunami arrasó la primera planta de su casa del barrio de Orba (Alfafar) y se llevó consigo sus recuerdos y pertenencias: colecciones exclusivas de cervezas y de Star Trek, muebles, objetos cotidianos… No quedó nada y, durante meses, lo único que hubo en la parte baja de la casa fue una chimenea de hierro, donada por conocidos, que les ayudó a calentar el hogar y a combatir la humedad en las paredes. Hoy, contrasta con los muebles nuevos que poco a poco han ido incorporando. También llama la atención una nevera, que hace las veces de armario y que en los próximos días será donada. Misha y Trono, sus gatos, también vuelven a tener su espacio, pero aún no pueden salir a la terraza. El presupuesto todavía no les alcanza para arreglarla.

El día que los conocimos, Eva daba indicaciones a los voluntarios sobre qué cosas intentar rescatar. Apenas quedó una: una foto familiar manchada por el barro, que hoy está colgada en una de las paredes del comedor. «En el patio guardaba lo poco que se había salvado, pero pronto entendí que nada estaba completo y decidí desprenderme de todo», cuenta. Ese ejercicio de «desapego emocional» fue duro, pero ha terminado siendo una  forma de vida: «Ahora tengo la mitad de lo que tenía. Si vuelve a pasar algo así, no quiero cargar con una casa llena de cosas». Aquel día comenzaban con los trámites de los papeles, y un año después sigue igual: «Todavía no hemos recibido las ayudas». La mujer muestra toda la documentación, en un ciclo que parece que no termina.

Eva no oculta el dolor y da las gracias a todas aquellas personas que les ayudaron. Se emociona al recordarlas y lamenta no haberse hecho fotos con ellas. «Todavía hay gente que nos escribe y es muy emotivo». Ha aprendido «a vivir la vida con lo imprescindible» pero, ahora debe aprender a convivir con el miedo: «Tengo miedo de que vuelva a pasar, y me he instalado una aplicación que avisa cuando hay posibilidad de precipitaciones, aunque estén lejos. Necesito saberlo para sentirme segura. Cuando pita tengo ansiedad y pongo los dos coches delante de casa».

El sonido estridente del Es-Alert, el 28 de septiembre, volvió a estremecer a Julio Vicente. Con el móvil en la mano y la mirada fija en la fotografía de su esposa, murmuró: «Si esto sigue así, me voy contigo». El recuerdo de aquel 29 de octubre en que perdió a su mujer, Paqui Pons, aún lo atormenta. «Lo era todo para mí. Hasta el último día estuve perdidamente enamorado de ella. Aquel día me quedé huérfano; se me fue el alma», dice con voz ahogada. Con el apoyo de sus hijos, intenta mirar hacia delante: «Los muertos que descansen en paz y los vivos que vivan mirando al futuro». A sus setenta y cuatro años se aferra a esa idea, aunque no puede evitar la pregunta que lo atormenta desde entonces: «Es inexplicable. Sigo sin entender por qué ocurrió ni por qué los responsables no han pagado por ello. No puede volver a repetirse». Y la duda insiste una y otra vez: «¿Por qué se envió el mensaje tan tarde? A esa hora, mi mujer ya no estaba. Lo que pasó no tiene explicación».

  • Voluntarios limpian las calles durante la Dana -

 

Su casa está cerca de una plaza donde los menores vuelven a jugar y la normalidad parece establecida. Algún comercio no ha abierto, pero es la excepción. Sin embargo, su condición de charro le lleva a ir a Salamanca de vez en cuando. Especialmente estos meses «para recargar pilas y coger aire». El agua alcanzó en su casa los dos metros de altura y arrasó con todo. En los primeros días, se sintió perdido, pero la solidaridad de los voluntarios y el apoyo de su familia lo ayudaron a levantarse. «Es hermoso que personas de toda España vinieran a echarnos una mano; sin ellos no habríamos tenido fuerzas para seguir». Entre sus recuerdos, guarda con gratitud aquel plato caliente que cada día disfrutaba gracias al chef José Andrés. Hoy, su hogar vuelve poco a poco a la normalidad. «Lo material se puede reponer según el dinero que se tenga, pero las vidas humanas no. Es una lástima que no se les dé valor», denuncia.

El recuerdo de los voluntarios

Las muestras de cariño hacia los voluntarios siguen presentes en las calles: en paredes escritas con barro, en comercios y hasta en algunas casas se leen carteles de agradecimiento. También hay pidiendo justicia. Miguel Ángel Ortiz y Raquel Martínez conservan una senyera firmada por quienes colaboraron en la reconstrucción de Paiporta. Durante meses, su hogar fue refugio para voluntarios y centro de coordinación de ayudas. «La parte humana de la Dana ha sido admirable», afirma el matrimonio. En su jardín todavía reposan palas manchadas de barro; en el garaje, estanterías soportan el peso de botes de lejía y otros productos que ofrecen a quien los necesite, y sobre la pared está la mesa plegable que utilizaban para repartir bocadillos. Lo que ya no está son aquellos muebles que custodió durante un tiempo para una vecina. «Nosotros hemos ayudado, pero ellos también a nosotros», resumen. La vida de Miguel Ángel ha cambiado. Su teléfono sigue sonando, pero ahora por otros motivos: es concejal del Ayuntamiento de Paiporta. «Siempre me ha gustado ayudar e intentar cambiar las cosas, y ahora es un buen momento para hacerlo», cuenta.

Los ciudadanos miran con recelo al cielo y al barranco del Poyo. Los trabajos de limpieza y de la pasarela del carrer Convent avanzan, pero el miedo no desaparece. «Me pongo nerviosa cada vez que el cielo amenaza con tormenta», confiesa Raquel. Su marido la tranquiliza: «Unas circunstancias excepcionales hicieron que ocurriera, pero no se va a repetir». Esa doble visión divide a la población entre quienes creen que todo ha vuelto a la normalidad y quienes miran al futuro con temor. Lo cierto es que los negocios han reabierto en su mayoría, el descampado con coches destrozados se ha convertido en compost para el barranco, y las calles vuelven a tener vida. Los datos lo confirman: desde el 29 de octubre de 2024 hasta el 11 de septiembre de 2025 la población ha crecido un 1%, con 1.531 altas, frente a 1.288 bajas en el padrón.

Además de bajas y altas hay desplazamientos. El artista Napol se vio obligado a dejar su casa-taller, ubicada en una planta baja de Sedaví, y trasladarse a un piso en altura. «Aquella tarde estaba trabajando en València y, al volver, me quedé atrapado. Pasé la noche subido en lo alto de una gasolinera. Cuando por fin pude llegar a casa, el agua lo había arrasado todo», recuerda. La falta de liquidez, unida a las escasas ayudas institucionales, lo empujó a vender la vivienda. Pudo aliviar parte del enorme impacto que la Dana dejó en su vida gracias a su obra 20:11, cuyas reproducciones se difundieron en una campaña de crowdfunding. «Agradezco mucho la acogida que ha tenido entre la gente», dice emocionado.

  • Napol retocando una de sus últimas obras -

Bautizada como El Guernica de Sedaví, la pieza es un grito de dolor convertido en pintura. Una obra escalofriante que refleja la tragedia de aquella noche. Napol desea exponerla, aunque es consciente de que su estilo «grotesco y crítico» no encaja en todos los espacios. «Entiendo que la sociedad prefiera obras más amables, pero considero necesario seguir visibilizando la catástrofe», defiende. Su pintura transmite sueños y pesadillas de aquella noche: un Jesucristo con los ojos hinchados sobre un mar rojo en el que flotan coches arrastrados por la riada. Una visión incómoda que, según admite, no siempre encuentra acomodo en las instituciones culturales, de las que se siente apartado. «Me siento un poco marginado por las ayudas al sector», lamenta. Pese a ello se muestra contento: «Daba por perdida toda mi faceta artística. Ahora me veo con fuerzas de seguir pintando».

En las calles apenas se percibe el ruido de los coches, la mayoría con matrículas nuevas, pero viejos olores vuelven y despiertan los sentidos y la memoria. Un aroma dulce que durante muchos meses se desvaneció junto con gestos tan cotidianos como salir a comprar pan o bollería artesanal para hacer especial un desayuno o reunión. También Paco Cardós perdió su rutina de levantarse al alba para trabajar. «Lo he perdido todo. No sé si voy a tener fuerzas para volver a empezar de cero». Fue el lamento del panadero al ver la panadería arrasada por el agua. Solo le quedó un saco de harina. A sus cincuenta y ocho años vio cómo su futuro quedaba suspendido en el aire. Todo estaba por retirar y explicaba que comenzar de nuevo significaba un esfuerzo descomunal de dinero y tiempo. Entonces ocurrió algo que le hizo cambiar de opinión: «Quitar el barro y retirar el material se me hacía cuesta arriba hasta que llegaron los voluntarios. Me ayudaron, y cuando vi el suelo limpio y lo pisé pensé que todavía había esperanza y debía seguir adelante», recuerda. Se le hace un nudo en la garganta al evocar aquella ayuda. Por eso decidió que la panadería renacería con un nuevo nombre: Forn Pastisseria Voluntaris. «Las personas que vinieron son las que me ayudaron a levantarlo de nuevo», insiste.

Bajo ese nombre, el 10 de junio abrió de nuevo. Tras siete meses regresó al obrador para preparar pan y volver a llenar con su aroma dulce el vecindario. «He perdido algunas recetas, pero las más habituales están en mi cabeza», admite. La conversación transcurre en el mismo espacio de aquel día; casualmente, también viste ropa de colores claros. Pero ahora ya no hay agua ni manchas marrones, tampoco botas de agua: solo mesas blancas y máquinas recién desembaladas. «Esta ha sido una donación; una nueva cuesta unos 30.000 euros», puntualiza.

La distribución del local ha cambiado y todavía lo desconcierta, pero sabe que es cuestión de tiempo acostumbrarse a esta nueva realidad. También los clientes, que al venir descubren que hay una pequeña cafetería. No hay sillas vacías; los vecinos vuelven a reunirse en torno a un café, unas tostadas o unos dulces. Y aunque la vida de Paco Cardós y de su mujer, Piedad, parece haber retomado la rutina, algo ha cambiado: «Ahora cierro un día a la semana, porque si algo me ha enseñado todo esto es que hay que vivir, y que la vida puede cambiar de repente».

Ayudas que llegan tarde

En una de las calles de Sedaví, Mar Cuallado charla con Rubén González. Apenas se distinguen sus voces, ahogadas por el estruendo de martillos, taladros y cascotes que caen con golpes secos y repetitivos: los vecinos han vuelto a levantar sus casas. Ella, sin embargo, no puede. Parte de sus ahorros se esfumaron en cubrir la acequia que el agua dejó al descubierto; ahora ese hueco es parte del suelo del patio interior donde su perro, Bestia, descansa plácidamente a la sombra. La vivienda es una estructura desnuda, sin cocina ni baño en su parte inferior. Por eso «no tiene la cédula de habitabilidad». Mar regresa a la estancia principal, repleta de cajas y en la que se aprecian las marcas del agua. «Espera, que ya puedo encender la luz», dice con una sonrisa resignada, restando hierro a su situación. Es uno de los pocos avances que ha logrado, además de la limpieza. Mar dejó a un lado sus propias necesidades para volcarse en sus padres, doblemente golpeados por la riada: «La parte baja de su casa quedó destrozada, pero también hubo muchos desperfectos en la empresa familiar, Materiales de Construcción Cuallado, con pérdidas que alcanzaron los 250.000 euros».

  • Mar Cuallado junto a su perro Bestia -

En su caso, el dinero del Consorcio de Compensación de Seguros llegó en junio. Precisamente, la lentitud en la gestión es una de las críticas más generalizadas. Y es que la Generalitat Valenciana y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (Ivie) cifran los daños materiales en 17.800 millones de euros. En este tiempo, el Gobierno ha desembolsado 6.345 de los 16.000 movilizados. De esa cantidad, 2.775 millones corresponden al Consorcio de Compensación de Seguros que gestiona el Ministerio de Economía y 1.745 millones, al fondo para la reconstrucción de infraestructuras municipales. La Generalitat, por su parte, ha destinado 1.486 millones de euros para familias y empresas damnificadas por la riada, de los cuales ya se han abonado alrededor del 50%. Es decir, 743 millones de euros.

Mar no ha recibido ninguna ayuda. Su casa carecía de seguro y, además, no está empadronada en Sedaví, una batalla que ya da por perdida. La vivienda la heredó de su abuela poco antes de la riada.
Su idea era reformarla y mudarse allí, cerca de sus padres, en la localidad que la vio crecer. Mientras riega las plantas, confiesa sus dudas: «Hay días en los que me da miedo hipotecarme y que vuelva a pasar una desgracia, pero luego el recuerdo de mi abuela me devuelve la ilusión de vivir donde tengo tantos recuerdos». Entonces imagina su vida entre esas cuatro paredes, levantar allí su propio estudio, y construir poco a poco y junto a su padre su hogar. Eso sí, sin nada de madera: «Aún recuerdo los muebles hinchados y llenos de bichos».

En esa conversación se cuelan flashes del pasado. Mar y Rubén recuerdan las cervezas tibias tras las interminables jornadas de limpieza, las lágrimas y los abrazos, aquella barbacoa improvisada, la solidaridad vecinal o aquella festa del fang en la que abrieron todos sus puertas. «Ese trauma colectivo ha cambiado la forma en la que nos relacionamos los vecinos», comentan. Todos desempeñaron un papel esencial en aquellos meses en los que todo giraba en torno a limpiar. «El lodo era tan fino que se filtraba en lugares que se suponían herméticos y al fregar los platos debías secarlos bien si no querías que se ensuciaran», recuerda Rubén. Lo hace mientras cuenta anécdotas de aquellos días, como la búsqueda de su furgoneta —las partes camperizadas las guarda en un armario— o su función como puente de conexión entre voluntarios y vecinos. Su garaje quedó destrozado y hoy está repleto de herramientas y muebles más modernos. «El coche estaba aparcado dentro con las ventanillas bajadas y lo perdimos todo», relata.

  • Edificio en una de las calles de Paiporta en la actualidad -

En las calles de estas poblaciones resuenan testimonios como los de Paco, Julio, Mar, Eva o Napol. Historias que narran no solo la tragedia de aquel día, sino también la capacidad de resistir y rehacerse. Vivieron uno de los episodios más duros de los últimos siglos y, en medio del dolor, tejieron lazos invisibles que les dieron fuerza para seguir mirando hacia delante. El lema el poble salva al poble quedó grabado en sus corazones, junto con un agradecimiento eterno hacia quienes se volcaron en ayudar. Hoy, muchos siguen mirando al cielo con temor y, aun así, levantan de nuevo sus casas, reabren negocios y llenan de vida las calles. La normalidad puede regresar poco a poco a las comarcas afectadas, pero sus vidas ya nunca volverán a ser las mismas.

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* Este artículo se publicó originalmente en el número 130 (octubre 2025) de la revista Plaza

 

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