Las vacaciones son como una diáspora, pero al revés. Miles y miles de seres humanos escapan por unos días de su lugar habitual de residencia y vuelven a sus orígenes para reencontrarse con lo que un día fueron, con lo que aún son, aunque se maquillen la lengua con otro idioma, con otro acento e incluso con otra nacionalidad. Es saludable tener algún sitio al que regresar. La mayoría de los españoles lo tenemos porque la diáspora real, la que se produjo en un país que huyó de la miseria de sus pueblos blancos como sepulcros al sol fue intensa y prolongada durante décadas. Movilidad interior o exterior, diría Báñez, que es una experta en colorear tragedias.
Pero la realidad es que esta España tan moderna es un país de pueblos sin gente porque no ha sabido cuidar de su prole. De los 8.124 municipios que conforman su paisaje humano, 6.799 tienen menos de 5.000 habitantes. Eso significa que solo seis millones de personas viven en el 84% de los municipios y que la mayoría del personal, unos 40 millones, nos amontonamos como podemos en el 16% que resta hasta completar el mapa.
No se preocupen que hay pueblos para todos. Ahora que se han vuelto a poner de moda la leche cruda, los huertos, el senderismo y los neorurales, quien tiene un pueblo tiene un tesoro. Durante años lo que molaba era ser de ciudad, viajar lo más lejos posible para refrendar nuestro cosmopolitismo y presumir de moreno de playa para marcar distancias con el moreno de campo. Pero la crisis económica y la importación de los usos urbanitas a pequeña escala han rehabilitado a nuestros pueblos como destinos turísticos con encanto.
Yo también tengo un tesoro pequeño y despoblado, apenas 8 personas por kilómetro cuadrado. Lo guardo casi intacto en un lugar privilegiado de mi memoria para legarlo como herencia a mi hija cuando yo ya no esté. Puede que un día le haga falta para saber quién es o para refugiarse de algún naufragio personal. Quizá allí encuentre la respuesta del eterno interrogante de si una es del lugar donde pacen sus vivos o donde yacen sus muertos. O tal vez esa disyuntiva solo se mantenga en los migrantes de primera generación con una relación de amor/odio con su pasado más inmediato. Porque volver al pueblo donde naciste tiene sus riesgos, no se crean.
Toda la vida intentando hacerme un nombre propio para perderlo nada más llegar a la curva del cementerio desde donde se vislumbra el campanario de una iglesia sin pedigrí arquitéctonico donde me bautizaron como nieta e hija de, me dieron la primera comunión, el primer beso, la confirmación y donde me despedí para siempre de mi padre. La misma iglesia en cuyo porche, hace ya mil años, vi escrito mi futuro por primera vez en una inscripción donde decía que estábamos a una altitud de 216 metros sobre el nivel del mar en Alicante. Una ciudad en la cota cero marítima que mucho tiempo después se incorporó a mi dni, relegando al porche, los gallos, las chicharras, los grillos y la charca honda de la ribera a un un pretérito imperfecto simple que trato de conjugar en presente cada verano. Y cuesta hacerlo, porque el wifi, las piscinas, las botellonas y los afterhours campan a sus anchas por unas calles que ya no huelen a melocotón maduro ni a tomates en conserva. Lo único que perdura intacto es el saludo de las viejas vecinas que me nombran en diminutivo haciendo que me crezcan las trenzas hasta la cintura. Y los consejos de mi madre: “no te olvides de meter en la maleta una rebequita que por las noches en el pueblo refresca”. @layoyoba