Pocas veces he visto a la sociedad poner tan en entredicho la imparcialidad de la justicia española como en estas últimas fechas. Esta semana se han tomado varias decisiones polémicas que han desatado el tarro de todas las críticas y hemos vuelto a oír la vieja reivindicación popular de una mayor y más efectiva separación de poderes.
Por un lado, mucho se ha discutido la famosa sentencia sobre el caso Nóos que libra a la infanta Cristina de la cárcel. No con menos polémica se ha recibido la última decisión de poner a Urdangarín en libertad provisional sin fianza.
Además, el responsable de la Fiscalía de Murcia ha sido sustituido justo cuando investigaba al popular Pedro Antonio Sánchez. El propio fiscal Manuel López Bernal ha denunciado presiones e intimidaciones políticas para entorpecer sus investigaciones.
Y por si fuera poco, también hemos conocido las condenas del caso de las tarjetas Black en Bankia y Caja Madrid. En este ocasión si han sido condenados a prisión Rato, Blesa y una buena cantidad de políticos y sindicalistas de prácticamente todos los colores. No obstante, muchos han criticado también la tibieza de estas condenas.
En definitiva, creo que es una evidencia que la justicia está demasiado politizada en este país. Hasta cierto punto, es lógico. Cabe recordar que los principales cargos en el Tribunal Constitucional, Supremo y Consejo General del Poder Judicial son nombrados directamente o indirectamente por los partidos políticos.
Así es difícil tener una justicia realmente independiente. Solo a un partido que yo sepa (UPyD) se le ocurrió renunciar una vez a un nombramiento en el Consejo del Poder Judicial.
Por otro lado, hay que reconocer que es un mal habitual en casi todos los países occidentales. Cuando los mismos políticos o partidos permanecen en el poder durante mucho tiempo, tienden a intentar controlar todos los sectores que les afectan (justicia, medios de comunicación, administración, etc).
De hecho, no me viene a la mente ningún presidente del gobierno que haya ido a la cárcel en un estado occidental durante los últimos 50 años. Y desde luego no ha sido por falta de méritos. Quizás el ejemplo más claro es el de Richard Nixon, aunque podría poner unos cuantos más.
Curiosamente, solo en países a priori no tan punteros y democráticos encontramos casos de presidentes nacionales que si han pagado sus chanchullos. Como en Israel con Ólmert o en Perú con Fujimori.
Pero sería engañoso decir que España no tiene un problema propio. De hecho ocupamos el puesto número 72 en independencia de la justicia según la Comisión Europea. Una auténtica vergüenza. Es difícil encontrar una fórmula mágica para arreglar esta situación. No obstante, se me ocurren algunas alternativas que bien podrían mejorar nuestro sistema judicial. Por ejemplo, que los jueces fueran elegidos por los propios jueces. No por políticos.
Sin duda, esto reduciría la politización de la justicia. Pero también plantea algunos problemas, como que no siempre está muy claro (y suele traer bastante polémica) quien forma la mesa de oposición. Además, a la larga suele crear unos tribunales muy hegemónicos, en los que los magistrados nombran a amigos que sean de su cuerda, por lo que las instituciones judiciales no se renuevan. Se corre el peligro de que la justicia se aleje demasiado de la realidad social actual.
Por ello, en algunos países han optado por un sistema mixto. Algunos jueces supremos son elegidos por oposición, y otros por el parlamento. En Estados Unidos y Suiza van más allá, e incluso ciertos magistrados se eligen por votación popular, igual que los políticos. Qué duda cabe que es la opción más democrática, aunque no siempre la más eficiente.
Y no debemos de olvidar una verdad universal. La mejor justicia no solo es la más independiente. También es rápida. Una justicia que deja que los casos prescriban, o incluso que fallezcan los acusados antes de comenzar a cumplir su pena, es evidente que está fallando, por mucho que sea certera en sus sentencias. Otro importante déficit, en el que España tiene un largo camino para mejorar.