VALÈNCIA. Hacía tiempo que no veía a tanta gente haciendo el ridículo. El disco Motomami de Rosalía ha puesto en evidencia una vez más que cada español cree que el mundo necesita su opinión de mierda, en palabras de Los Punsetes. Y con opinión de mierda me refiero a opinar sin siquiera haber escuchado el disco, utilizando generalidades, prejuicios y la falacia del perro de paja: me invento a mi enemigo y lo ataco a mis anchas. Porque la Rosalía que muchos critican...
-que no compone y solo mueve el culo
-que es un producto de la industria
-que se ha vendido al reggeatón y lo comercial
...queda desmentida a dos clics y una escucha completa del disco, que pocos de los que la critican han hecho. Son demasiado listos como para informarse. En lugar de debatir, los seguidores de Rosalía nos pasamos el tiempo desmintiendo acusaciones clasistas (el reggeatón nunca será música de verdad), misóginas (es solo una cara guapa) y de aquellos a los que se les ha pasado el arroz (ya no hay nada como lo de antes).
Nos guste o no, el disco ha sido un acontecimiento internacional. Mi opinión personal es que es una artista con gran dosis de performance (como corresponde al siglo XXI) pero también de intelectualidad, si entendemos lo intelectual como un mundo donde se construye el discurso desde lo referencial. Su música bastarda mezcla muchos estilos y en ella hay alusiones totalmente conscientes, algunas en forma de samplers, ritmos, citas o melodías.
Especialistas musicales (muchos de ellos pueden encontrarse fácilmente en plataformas como Youtube) han buscado la genealogía y las referencias de sus canciones, de las que se podría hablar horas porque Motomami tiene múltiples capas, es arriesgado, es innovador y, además, suena muy bien.
Hay temazos que es al final lo que interesa.
Pero no voy a hablar de música. Soy experto en lengua y literatura, así que defenderé la parte que me toca: las letras.
En este sentido he escuchado también muchas críticas absurdas. Muchas de ellas venidas de periodistas y escritores que alaban el trabajo lingüístico de Valle-Inclán, por poner un ejemplo. O las múltiples referencias de La Tierra baldía de T.S. Eliot. O que valoran la lengua marginal creada por los letristas del tango que luego usó el escritor Roberto Arlt. Pero dicen que las letras de Rosalía son tontas y ridículas. O que no se entienden, ¿En serio no ven que los mecanismos de creación de estilo de Rosalía tienen una larga tradición poética? ¿Y que su animadversión hacia ella también sigue una larga tradición?
Empecemos por el principio:
Se llama idiolecto literario a la deformación de la lengua para crear un estilo propio. En español tenemos ejemplos clásicos como Góngora (s. XVII) que creó el llamado culteranismo mediante la múltiple referencialidad (sobre todo a los mitos clásicos), la dislocación del orden de las palabras y el uso de cultismos y términos poco usados cuyo objetivo era alejarse de la lengua vulgar y, por lo tanto, del lector vulgar. Configuró un universo idiomático en el que sus pedantes amigos se sintieran cómodos y aludidos. Una jerga propia ininteligible para el pueblo llano, como él deseaba. Porque todo argot crea con su léxico, su estilo y su imaginería las fronteras del grupo al que pertenece.
Rosalía, aunque algunos rancios dirán que cómo puedo hacer esta comparación, Señor mío, con Don Luis de Góngora y Argote ni más ni menos, no hace algo muy diferente. Puede gustar más o menos lo que hace, pero los mecanismos son similares: crea su propio estilo tan elocuente en sus intenciones como el de Góngora. Para ello usa mecanismos lingüísticos similares a los que usa el francés Rabelais o el irlandés James Joyce, que en Finnegans Wake inventa un idiolecto propio con la mezcla de muchos regionalismos, argots, idiomas y neologismos que él mismo inventa con la intención de llevar el inglés a sus límites.
A una lengua bastarda que mezcla varios dialectos o registros se le llama koiné. Una koiné es, por ejemplo, la lengua de compromiso que llegó a América tras la conquista española, creada espontáneamente en los barcos que cruzaban el Atlántico con gente que utilizaba diferentes hablas regionales y que contiene gran cantidad de términos marineros por razones obvias. Utilizaré el término koiné también en este texto cuando se le suman palabras de otros idiomas.
Algunas koinés no son creadas por el roce y la necesidad de entenderse en un grupo sino con toda conciencia, como la lengua que usa Valle-Inclán en su obra, donde mezcló argots marginales, palabras del Siglo de Oro, neologismos inventados, hablas regionales y extranjerismos. Tan extraña resultó para sus contemporáneos esta mezcla lingüística que el secretario de la Real Academia de la Lengua afirmó que nunca un autor así sería aceptado en la RAE pues destrozaba el español, no tenía respeto por las normas del lenguaje y era pura extravagancia de extranjerismos y rarezas (¿les suena?). A lo que Valle-Inclán respondió que los idiomas nos hacían y nosotros debíamos deshacerlos a ellos. ¡Yo soy hereje a sabiendas!, exclamó el escritor gallego. Y quien sepa un poco de Rosalía verá que es hereje a sabiendas. Que es absolutamente consciente de lo que está haciendo. Que su trabajo con el lenguaje es ya en sí mismo literario, pues no es gratuito y está pensado para producir unos efectos que, a la vista está, consigue producir.
Pongamos un par de ejemplos más que tal vez escandalicen un poco menos a los nuevos conservadores (sobre todo a aquellos que se creen progres porque eran progres hace veinte años y no se han dado cuenta de que siguen anclados en ese momento). Voy a hablar del lunfardo y del trap, dos idiolectos usados en la música. El primero, tras más de un siglo desde su creación, ya tiene prestigio y es estudiado por académicos. El segundo es tachado de “tontuna” aunque en origen y esencia son muy similares.
El lunfardo es una lengua bastarda que surge en los arrabales llenos de inmigrantes de Buenos Aires. Se le llama el dialecto de los ladrones pues es usado en los barrios marginales por delincuentes y prostitutas entre otros. La koiné argentina mezcla, a partir del español, vocablos y locuciones de muchos idiomas europeos (italiano, español, caló, francés), americanos (araucano, brasileño), africanos y hablas regionales como la gauchesca de La Pampa. O más bien habría que decir que mezcla los argots más populares de estos idiomas, no su registro culto: trucha, pelechar, cusifais, piantar, afanarse, chorro... A esta jerga se suman jerigonzas lingüísticas como el vesre, una forma jocosa de usar la lengua que cambia el orden de las sílabas (“troesma”, en lugar de “maestro”).
Cuando el dialecto de los ladrones comienza a usarse en poesía y letras de tangos toma conciencia de su particularidad. No es difícil imaginar lo que los contemporáneos “cultos” dijeron al respecto de este argot marginal y de la música de los bajos fondos, el tango, con sus letras sexuales y sus movimientos lascivos. (¿les suena?)
Ahora nos entra la risa pero de nuevo la historia se repite. Cien años después el lunfardo acapara muchas tesis doctorales y ha sido defendido por autores de prestigio como Jorge Luis Borges o Ernesto Sábato. Escuchamos un tango de Carlos Gardel y nos creemos cultos, pero no somos capaces de apreciar que hace diez años España vivió un fenómeno semejante con el trap. ¿Por qué? Porque los cantantes de trap llevan chándal y tatuajes en la cara.
Y son de barrio bajo: en gran parte inmigrantes y delincuentes. Incluso en su imitación de los símbolos de riqueza de los barrios pudientes (la ropa (ahora marcas) y las joyas) se parecen.
Si alguien escucha la canción Beef boy de Yung Beef, uno de los traperos españoles más interesantes, descubrirá que aunque ponga oído atento no entiende casi nada. Igual que le pasó a los contemporáneos de Góngora, Valle-Inclán o el tango. ¿Por qué? Porque el trap ha generado su propia jerga de los márgenes. Un nuevo idioma de los ladrones (en este caso camellos) que surge en los barrios de inmigrantes donde hay léxico con diversos orígenes:
-caló gitano (lache: vergüenza)
-árabe (habibi: cariño, flush: dinero, djin: genio)
-argot de las drogas (molly: ir de MDMA, goler: esnifar, tana: báscula para pesar droga)
-slang inglés españolizado (feka (fake): estúpido, josear (to hustle): buscarse la vida, jangear (to hanging out): divertirse, pimpin (pimp): chulo),
-expresiones traducidas (bitch: puta, brother: hermano)
-palabras latinas de la música que escuchan (güero: barrio, frontear: alardear, bebé).
Todo eso aderezado del lenguaje capitalista que son las marcas de prestigio (Gucci: que mola), los emoticonos (El amor es <3, estribillo de un tema de Pimp Flaco y Kinder Malo) o con expresiones del habla en redes sociales (Ontas? de C. Tangana).
Esta nueva poética millennial crea su propia lengua para reivindicar su origen, sus referentes y su pertenencia. Y sobre todo una diversidad cultural que no existía veinte años atrás. La lengua ordinaria no les es suficiente para describir su realidad. El trap se define, entre otras cosas, a partir de la creación de su lengua como lo hizo el lunfardo hace un siglo.
Pero llevan chándal y no es lo mismo...
No voy a extenderme excesivamente en el idiolecto absolutamente buscado (¡Soy hereje a conciencia!, Valle-Inclán dixit) que diseña Rosalía en sus canciones pues mi intención es ponerlo en valor dentro de una tradición literaria, no analizarlo en profundidad. Con absoluta alevosía, como Góngora, crea un argot dirigido a un público determinado, millennial, que se siente tan cercano del anime y la cultura japonesa (hentai, origami, sakura) como de lo latino con cuya música se ha educado (papi, balacera, chingarte), de esa lingua franca que es el inglés (sweet, hit, bike, fuck), de expresiones caló típicas del flamenco (endebé, tus acáis, la duca), del habla en redes sociales (mi cora’), de neologismos (a palé, motomami) o de jerigonzas divertidas (pati naki).
Con una mezcla de registros y mucha ironía, como Valle-Inclán, deshace esa lengua que le hizo. Y al igual que el lunfardo o el trap singulariza y define a su grupo con el léxico y la imaginería que utiliza basada en los productos culturales de alta y baja cultura que han conformado a su generación: marcas, reggeatón, redes sociales, emoticonos, ánime, mundo gamer. Pero también, y no se nos olvide, hay mucho conocimiento de la tradición, como demostró en El Mal Querer con el uso de la imaginería flamenca y de Lorca (las metáforas irracionales, el augurio, la popularización de lo culto y la culturización de lo popular, etc.).
Además de esta koiné dialectal en la que Rosalía cifra de alguna forma los orígenes y referentes de su generación se suman algunos juegos de alusiones difíciles de entender para los que están fuera de este grupo. Por ejemplo, el uso de las marcas en sus letras (Lamborghini, Versace, Dior) es una forma de “bling-bling”, de “frontear”, de presumir, estereotipada en la música urbana a la que homenajea y critica por partes iguales: utiliza sus fórmulas para subvertirlas de algún modo. El ejemplo más claro es “Saoco”. No es solo un término latinoamericano de origen africano sino el título de una canción de reggeatón de Daddy Yankee que deconstruye desde el feminismo. Solo hay que ver los dos vídeos musicales para entender a qué está jugando. A qué juega a menudo aunque muchos de los que la critican no sepan ver más que ese culo bonito al que dicen que debe su fama.
Concluyo ya: te puede gustar o no, obvio (como te puede gustar a no Góngora) pero el trabajo lingüístico de Rosalía en sus dos últimos discos, donde crea un universo referencial propio compartido por su generación, es ya en sí mismo destacable. Pocos artistas han ido tan lejos en la construcción de un idiolecto que defina tan bien a su generación como ha hecho ella.
Pero claro, a veces lleva chándal… ¡Y esas uñas! Madre mía qué uñas…
El artista ha contado con la colaboración del cubano afincado en València César Rodríguez