VALÈNCIA. A veces las ideas más minúsculas y aparentemente insignificantes dan a luz películas prodigiosas. ¿Y si una niña se encontrara con su madre cuando tenía su misma edad y a partir de ese encuentro se entendieran mejor?
Es lo que plantea la nueva película de Céline Sciamma que, después de la mucho más ambiciosa Retrato de una mujer en llamas, se introduce en Petite Maman en el terreno del cuento infantil para narrar la relación entre tres generaciones de mujeres: una abuela que acaba de fallecer y que ha arrastrado toda su vida una enfermedad congénita, una madre que ha heredado su melancolía y una niña que se encuentra construyendo su identidad a partir de esas dos figuras femeninas que son sus referentes.
Nelly, la protagonista de este minúsculo relato, es independiente, ha aprendido a serlo a la fuerza. Tenía una relación muy especial con su abuela, pero no se ha podido despedir de ella. Se encuentran vaciando su casa de todos los recuerdos y, su madre, Marion, incapaz de afrontar la ausencia (o la presencia fantasmal), deja sola a la niña con su padre. La abuela y la madre desparecen y a Nelly ya no le queda nada a lo que aferrarse más que a la posibilidad del abandono.
En uno de sus solitarios paseos por el bosque, se encuentra con una niña de ocho años que está haciendo una cabaña. Se hacen amigas, y más tarde se dará cuenta de que es su propia madre de pequeña. Sin saberlo, ha hecho un viaje al pasado con solo recorrer el camino inverso a su casa. A un lado, el presente, al otro el pretérito donde habitan los personajes que darán forma al futuro. Un espacio duplicado en forma de imagen especular en el que la realidad y el espejismo se funden y se confunden, en el que la imaginación y la fantasía se dan la mano con el espacio cotidiano.
Podríamos considerar Petite Maman como una historia de fantasmas, los que enfrentan a la pequeña Nelly con sus ancestros. En realidad, forman parte de ella misma, pero este conocimiento servirá para cimentar su identidad. A través de este viaje, que mucho tiene que ver con el de Alicia en el país de las maravillas o las historias de Hayao Miyazaki, en especial con Mi vecino Totoro, aprenderá a conocerse mejor a sí misma y a aquellos que la rodean. Puede parecer tópico, pero en manos de Sciamma alcanza una naturaleza mágica indescriptible. El tiempo se dobla para revelar una verdad indiscutible: el crecimiento está ligado a nuestra herencia. Tiene que ver con lo que fuimos y con lo que seremos.
Céline Sciamma capta cada pequeña expresión de Nelly para dar sentido a su camino de conocimiento a partir de las mujeres que la precedieron. Resulta emocionante cada diálogo con su ‘mamá pequeña’ y con esa abuela a la que solo conoció enferma y que amó tanto. No lo vemos en la pantalla explícitamente, pero lo sentimos. Hay magia y pureza en esa relación a tres bandas que corresponde a tres generaciones diferentes que tiene que hacer frente a la soledad, al abandono, a la enfermedad y a la exclusión del resto del mundo.
Hagamos un reset. ¿Y si viéramos la misma película desde el punto de vista de Marion, de esa ‘pequeña mamá’ que se encuentra con su hija del futuro? Hay tantas implicaciones en ese encuentro que resultan difíciles de explicar. Sin embargo, la directora traza todos esos vínculos de una manera tan sencilla como reveladora. La confluencia entre esas dos niñas provoca un choque cósmico que remueve las raíces de ambas para acercarlas de una manera tan improbable como probable. Quizás se trate de una cuestión de empatía, de ponerse en el lugar del otro, en este caso de la persona que más se quiere: la madre en el lugar de su hija, la hija en el lugar de su madre. A veces no hay tiempo. A veces no existen las herramientas emocionales para ello. Y siempre los adultos jugamos con una artera ventaja. Pero qué especial y qué mágico ese acercamiento, ese diálogo entre lo que uno espera y lo que el otro puede dar, pero todavía no sabe que es capaz de ofrecer. Entre la diferencia entre ser madre y ser hija, entre ser hija y de ser madre.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres