SED BUENOS Y LEED 

Personajes que leen, la ficción televisiva y los libros

14/01/2018 - 

Este artículo es producto de un síndrome de abstinencia:necesito urgentemente que se estrene la cuarta temporada de BRON/BROEN. 

En este momento en que empiezan a proliferar los artículos que presentan las que serán las series de referencia de la temporada, las continuaciones más deseadas, los estrenos más esperados, también es hora de mojar la magdalena y tener algo de nostalgia, aunque sea nostalgia proyectada sobre el incierto futuro de alguna de ellas y su presencia en las plataformas de streaming. Siempre quedaran las ediciones completas en DVD, si se mantienen en las estanterías y los catálogos.

Sin ánimo de entrar en el debate “Series vs. Cine”, el nuevo tema de filosofía del arte que ha entrado de lleno en los intereses  de pensadores, escritores y críticos de olfatos entrenados y certero discurso. Me voy a centrar en un elemento absolutamente tangencial y anecdótico, la presencia de los libros y, sobre todo, la lectura, el hecho lector, en la ficción televisiva. Voy a escribir sobre personajes que leen. Sobre esos “supernumerarios” de los que hablaba Umberto Eco, proyectados sobre la ficción con el eco susurrante del fantasma del Emisor y el fantasma del Destinatario. Trataremos con personajes que leen como lectores, para saber cosas, para obtener placer, para dejar pasar el tiempo, para seducir a los demás con sus voces interpuestas.

Cuando la ficción cinematográfica hinca sus dientes en el torturado mundo de la creación literaria, me echo a temblar. Por citar sólo tres productos de muy buen ver: Jóvenes prodigiosos (2000), la versión de la notable novela de Michael Chabon, con Michael Douglas, Frances McDormand, Katie Holmes y Tobey Maguire;  El escritor (2010), de Roman Polanski, con Ewan McGregor y Pierce Brosnan;  y la más reciente El editor de libros (2016), el intenso biopic del editor neoyorkino Max Perkins, con el rostro de Colin Firth y el antagonismo del muy torturado Jude Law encarnando al escritor Thomas Wolfe,  el resultado final suele tener más que ver con el DSM que con la Poética de Aristóteles, paranoias, esquizofrenia, neurosis, la escritura es una rareza que duele. Y si la escritura está así de maltratada en la ficción audiovisual, su huevo - o gallina, vaya usted a saber-, la lectura, no ha corrido mejor suerte. Eso sí, la patología elegida para ello suele entrar de lleno en el campo de las melancolías. La versión que Stephen Daldry perpetró sobre la novela del alemán Bernhard Schilnk en El lector (2008), con ese enfrentamiento de miradas furtivas entre Kate Winslet y Ralph Fiennes, es un ejemplo paradigmático. La pasión que subyace a la sobresaliente Lo que queda del día (1993), con esa conjunción astral de Kazuo Ishiguro, Ruth Prawer Jhabvala, James Ivory, Anthony Hopkins y Emma Thompson, no evita una vez más la caída en los espacios oscuros de la desesperación. Y a pesar de su soberbio esteticismo, la más reciente La librería (2017), con Isabel Coixet versionando uno de los últimos éxitos inesperados de la sólida literatura británica, la novela homónima de Penélope Fitzgerald, no se aleja de la pena, la tristeza y la aflicción.

En la ficción serializada televisiva, además de ejemplos de personajes para los que la lectura se convierte en un elemento descriptivo más del carácter, como Lisa Simpson (Los Simpson), Rory Gilmore (Las chicas Gilmore), Samwell Tarly o Tyrion Lannister (Juego de Tronos), encontramos algunos ejemplos de lectores “puros”, en la propia Los Simpson el caso de Moe leyendo Mujercitas de Louisa May Alcott en su club de lectura.

Pero la chispa ha saltada desde la evocación de la magistral tercera temporada de la ficción sueco-danesa Bron/Broen (El Puente), en la que Saga Norén, el único personaje que le puede discutir en un cara a cara a Sheldon Cooper la encarnación del Síndrome de Asperger -nueva cita al DSM, prometo que será la última- lee para aprender, lee en solitario, un thriller que se atreve con un plano fijo de una lectora, la propia Saga, en un rincón de su casa, apenas 10 segundos sí, pero 10 segundos de eso tan poco narrativo audiovisualmente que es alguien sumido en las páginas de un libro de formato códice, antes de que suene el timbre de la puerta y al abrir se encuentre con su torturado nuevo compañero en la tercera temporada, Henrik Sabroe, interpretado por un Thure Lindhardt que casi hace olvidar al entrañable Martin Rohde interpretado por Kim Bodnia y su química perfecta con Sofia Helin. El diálogo no tiene desperdicio:

HENRIK SABROE: ¿Hola, qué haces?

SAGA NORÉN: Estoy leyendo.

HENRIK SABROE: ¿Quieres compañía?

SAGA NORÉN: No.

En temporadas anteriores, Saga ya había respondido con cara de extrañamiento, ante la pregunta sobre por qué tenía una determinada competencia o conocimiento, que lo había aprendido leyendo. 

Saga Norén lee para aprender, considera los libros la primera opción de aprendizaje y los utiliza de manera funcional.

Chris Stevens, el Chris en la mañana de Doctor en Alaska (Northern Exposure), con la fisonomía de John Corbett, lee para superar su tendencia a la acción, y lo verbaliza a través de las ondas de su programa en la emisora K-Oso, citando el Evalngelio, si es necesario.

Stevens, ex-convicto sin derecho a voto, exiliado desde la tentadora urbe en los espacios agorafóbicos de Cicely, Alaska, es un ejemplo de pasión lectora, de devorador de ficción, de adoración por el objeto libro, eso “producto de una tecnología compleja, pero que se disfruta de un modo técnicamente muy simple”, como recordaba Román Gubern en su Metamorfosis de la lectura.

Devorador de libros es también el James Ford, Sawyer, de Perdidos (Lost), un ejemplo aún más extremo del Stevens alaskiano, de “bruto instruido”, en la piel de Josh Holloway. No sabemos por qué lee, pero Sawyer lee a todas horas, si no se deja llevar por la pulsión sexual o el antagonismo que lo empujan a la acción. Sawyer lee porque no hay mejor cosa para dejar pasar el tiempo, mientras esperan ser rescatados de “La Isla”, o al menos averiguar qué demonios es “La Isla”. Para ello ha hecho acopio de una colección de ediciones de bolsillo que transitaban entre las pertenencias de los pasajeros del avión siniestrado, demostrando que esa “edición de aeropuerto” es un gran invento, y no haciendo ascos a ningún género. Se lee lo que se tiene a mano.

En manos de Don Draper / John Hamm los libros aparecen de manera fortuita, pero él, que trabaja con las palabras y la creación de mundos necesarios, en esa oda a la publicidad y el capitalismo naïf de los años 60 llamada Madmen. Con él la poesía moderna llega a la televisión generalista en los versos de Meditation in an emergeny, de Frank O’Hara… quién lo diría.